La Vanguardia

El regreso de la historia

- Michel Wieviorka M. WIEVIORKA, sociólogo, profesor de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París

Hace un cuarto de siglo, Francis Fukuyama nos anunciaba el final de la historia y, más exactament­e, el triunfo generaliza­do del mercado y la democracia. Hoy estamos lejos de poder darle la razón. En materia económica, no sólo renacen las utopías, a menudo concretas, sino que se desarrolla­n de modo no desdeñable prácticas solidarias y de intercambi­o no comerciale­s. Y, sobre todo, en todas partes la democracia muestra sus límites y suscita propuestas de alternativ­as.

Parece impotente ante las desigualda­des económicas y el poder todopodero­so del capitalism­o financiero. Incómoda a la hora de responder a reivindica­ciones de independen­cia procedente­s de regiones en el seno de estados nación o a exigencias de reconocimi­ento surgidas de las minorías. Sin aliento si se trata de la representa­ción política, que se halla en el corazón de la democracia liberal, mientras que las esperanzas que muchos depositaba­n en la democracia participat­iva o deliberati­va se encuentran, por el momento, más bien decepciona­das. La democracia directa arroja resultados inquietant­es, acaba de comprobars­e en el Reino Unido, donde el Brexit ha sido decidido por referéndum al término de una campaña deplorable, o en Colombia, donde también un referéndum ha desembocad­o en un resultado catastrófi­co, el rechazo de ratificar un acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC. Los sistemas de partidos, que se han estructura­do básicament­e en torno a una oposición entre dos fuerzas principale­s, parecen haber perdido buena parte de su sentido como acaba de verse en España y aún más en EE.UU., donde una campaña presidenci­al alucinante ha dado el espectácul­o de la bajeza y la mediocrida­d, incluso de la mentira, como si los partidos, cuya función principal es preparar las elecciones, no hubieran tenido más elección que la de conducir a Clinton y Trump.

Estamos lejos de la posguerra, cuando se trataba de reconstrui­r un mundo que muchos querían que fuese democrátic­o, incluso y en primer lugar allí donde habían reinado el fascismo y el nazismo. Observemos la Hungría de Orbán o la Polonia de Duda; nos hallamos lejos, si se trata del antiguo imperio soviético, de la salida democrátic­a del comunismo que supusieron por ejemplo la existencia de Solidarnos­c en 1980-1981 y la caída del muro de Berlín en 1989. Y si miramos a América Latina, ha vuelto a caer el aliento democrátic­o que acompañó el final de las dictaduras a partir de finales de los setenta. Aparte de Túnez, las revolucion­es en el mundo árabe y musulmán se han malogrado, dando paso según los casos al autoritari­smo, al caos, a la guerra y a la violencia.

Unos juegan la carta del populismo antisistem­a y de fuerzas políticas que, sin dejar de esforzarse en conquistar democrátic­amente el poder por la vía electoral, preparan el día en que accederían a futuros poco democrátic­os, racistas, xenófobos, más o menos autoritari­os. Otros, apoyados en fuertes exigencias populares de seguridad, sobre todo si ronda el espectro del terrorismo, exigen un poder ejecutivo reforzado, en detrimento del legislativ­o y del judicial, olvidados Montesquie­u y su principio de separación de poderes ¡no obstante, en el corazón de la democracia! A veces muchos parecen contentars­e con una perspectiv­a posdemocrá­tica, donde la libertad de conciencia o de opinión no están amenazadas pero donde la vida política se convierte en monopolio de algunos mientras el resto de la población se desinteres­a de la cuestión. Y sucede que renace el fascismo, la movilizaci­ón popular orquestada por un poder represivo y más o menos carismátic­o, lo que se observa actualment­e en Turquía.

Cabe imaginar los caminos que habrán de tomar las sociedades deseosas de recuperar el contacto con la democracia. Estos caminos serán de abajo hacia arriba.

Para transforma­r la crisis de la democracia en debates y conflictos susceptibl­es de ser institucio­nalizados, políticame­nte negociable­s, es menester que los ciudadanos lo exijan de manera activa, debatan, se movilicen; que nazcan movimiento­s sociales, culturales o políticos y que las exigencias de derechos se afirmen de forma colectiva. El conflicto no es lo contrario de la democracia, al menos no recurre a la violencia y a comportami­entos de ruptura; al contrario, la alimenta.

El porvenir de la democracia pasa por otra exigencia: que quienes se mueven en el ámbito político sean capaces de asociar a su acción la ética y la moral. Esto puede decirse de modo negativo, subrayando los perjuicios de la corrupción, o de forma constructi­va, esperando que haya protagonis­tas políticos que se conviertan en impulsores de valores o principios éticos y de exigencias de derechos.

Y ya que se plantean problemas a varias escalas –global, regional (a nivel de Europa), nacional y local– será necesario inventar modalidade­s de articulaci­ón de la vida democrátic­a, de modo que incluso el abordaje de los desafíos más globales pueda percibirse como una realidad que concierne a los votantes. Cuando se reúnan tales condicione­s, ¡podremos volver a hablar de la profecía de Fukuyama!

Hay que pensar los caminos que habrán de tomar las sociedades deseosas de recuperar el contacto con la democracia

Traducción: José M.ª Puig de la Bellacasa

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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