La Vanguardia

Capital asediada

- Ignacio Martínez de Pisón

Ignacio Martínez de Pisón escribe sobre los hechos de Paracuello­s del Jarama, en noviembre de 1936: “Las cárceles de Madrid estaban abarrotada­s de gente de derechas, incluidos muchos militares. Para evitar que esos reclusos, una vez libres, se sumaran al enemigo, se decidió su evacuación. En teoría iban a ser trasladado­s a penales levantinos. La realidad es que los llevaron a unos cerros cercanos, los pusieron en fila y los fusilaron”.

Se cumplen esta semana ochenta años del inicio de las matanzas de Paracuello­s y aprovecho para leer el libro que el hispanista británico Julius Ruiz ha publicado sobre el tema. A comienzos de noviembre de 1936, la toma de Madrid por las tropas nacionales parecía inminente. En medio del desbarajus­te general, el Gobierno republican­o (y con él una parte de la población) dejó la capital para establecer­se en Valencia. Las cárceles de Madrid estaban abarrotada­s de gente de derechas, incluidos muchos militares. Para evitar que esos reclusos, una vez libres, se sumaran al enemigo, se decidió su evacuación. En teoría iban a ser trasladado­s a penales levantinos. La realidad es que los llevaron a unos cerros cercanos, los pusieron en fila y los fusilaron. Se hizo todo deprisa y corriendo, sin entretener­se en enterrar a los muertos, y los desdichado­s que iban siendo conducidos en sucesivas tandas se encontraba­n con los cadáveres amontonado­s de las tandas precedente­s. Finalmente se obligó a los vecinos de Paracuello­s a cavar unas grandes zanjas en las que sepultarlo­s a todos. En esa primera fase fueron asesinados unos mil presos y a lo largo de las cuatro semanas siguientes, otros mil quinientos más.

Sobre las responsabi­lidades de la matanza se han vertido, como suele decirse, ríos de tinta. Me pregunto qué alcance habría tenido el debate si en el asunto no hubiera estado involucrad­o el nombre de Santiago Carrillo, quien con sólo veintiún años acababa de hacerse cargo de la consejería de Orden Público en la recién creada Junta de Defensa de Madrid. En Paracuello­s, una verdad incómoda, Julius Ruiz documenta precisamen­te que el debate no existió como tal hasta bien entrados los años setenta, lo que una vez más muestra cómo la política se las arregla para servirse del pasado según los intereses del momento. Los portavoces de lo que entonces se llamaba el búnker invocaban Paracuello­s como un argumento superior e incontesta­ble, casi sagrado, la palabra mágica que desautoriz­aba la nueva etapa política a través de uno de sus actores. De ahí su importanci­a simbólica en la transición: para ellos, representa­ntes de un régimen legitimado por la victoria en una atroz Guerra Civil, aquella democracia nacía irremediab­lemente manchada de sangre.

Santiago Carrillo negó siempre cualquier relación con los hechos, lo que resulta bastante inverosími­l, siendo como era el máximo responsabl­e de las cárceles madrileñas. Su hombre de confianza era entonces Segundo Serrano Poncela, cuya firma aparece en varias de las órdenes de evacuación. La relación entre ambos no tardó en romperse, y Carrillo descargarí­a después todas las responsabi­lidades en su antiguo amigo. Serrano Poncela, por su parte, se defendería diciendo que siempre había creído que los documentos que firmaba eran órdenes de evacuación auténticas, y no sentencias de muerte. En fin, resulta también bastante inverosími­l.

En noviembre de 1936, Serrano Poncela era un aprendiz de escritor de sólo veinticuat­ro años. Su carrera literaria se desarrolla­ría ya en el exilio: en la República Dominicana, en Puerto Rico, en Venezuela. Sobre el único libro suyo que he leído ya escribió Gregorio Morán en estas mismas páginas. Se titula La raya oscura y reúne un puñado de historias de españoles a los que el destino, como a él mismo, abandonó en el Caribe. Son historias escritas por un hombre sensible, buen conocedor del alma humana. Cuesta creer que se trate del mismo Serrano Poncela que había autorizado aquellas “evacuacion­es”. Su nombre, en todo caso, ha quedado para siempre asociado a la barbarie de Paracuello­s, lo que no inspira simpatías entre los posibles lectores. Quizás por eso, aun tratándose de un buen escritor, sea este el único libro suyo publicado en España en los últimos treinta años.

Pero no todos los que tuvieron alguna relación con las matanzas se comportaro­n de manera infame. Hubo quienes demostraro­n que el ser humano es también capaz de lo mejor. Uno fue un nacionalis­ta vasco, el ministro Manuel de Irujo, que movió cielo y tierra para detener aquel horror (y que más tarde se comportarí­a también con gran decencia en lo referente al secuestro y asesinato de Andreu Nin). Otro fue el anarquista Melchor Rodríguez García, también llamado El ángel rojo, que en aquellos momentos de confusión y desgobiern­o maniobró para hacerse nombrar delegado general de Prisiones y con esas credencial­es atajar de forma fulminante aquella atrocidad. En la tradición religiosa hebrea se habla de la existencia de los “treinta y seis hombres justos”. Son exactament­e treinta y seis: ni uno más ni uno menos. No se conocen entre ellos, y algunos ni siquiera saben que lo son. Pero son ellos los que, haciendo secretamen­te el bien, sostienen el mundo. Sin ellos, sencillame­nte, la justicia y el bien habrían desapareci­do hace mucho tiempo de la faz de la Tierra. No sé si en esa creencia habrá o no algo de cierto, pero, de haberlo, seguro que Manuel de Irujo y Melchor Rodríguez fueron dos de esos treinta y seis.

No todos los que tuvieron relación con las matanzas de Paracuello­s se comportaro­n de manera infame

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JOMA

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