Banderas indigestas
Repito a menudo aquel sabio consejo que el padre de John Hume, político laborista irlandés y premio Nobel de la Paz, dio a su hijo: “Las banderas no son comestibles”. Y a veces resultan indigestas, añado. A la historia de los pueblos me remito. Ni la catalana ni la española, ni la roja ni la negra… todas ellas son respetables, pero ninguna puede ser enarbolaba en exclusiva en el seno de unas sociedades complejas y con sentimientos de pertenencia múltiples. Este arco iris de la identidad, que refleja el universo de las creencias, no debe convertirse en el espantajo que impida el debate de las ideas.
Desde esta óptica, la bandera estelada que ondea en el balcón del Ayuntamiento de Berga identifica a una mayoría de sus ciudadanos con el proceso independentista, pero no se corresponde con la de Catalunya, “la tradicional de cuatro barras rojas en fondo amarillo” (artículo 8.2 del Estatut). La alcaldesa, Montse Venturós (CUP), ha reconocido el carácter excepcional de la medida al esgrimir un acuerdo del pleno municipal, de 6 de diciembre del 2012, según el cual la estelada ha de estar izada en el Ayuntamiento “hasta el día de la independencia”. Puede que sea una decisión legítima, en aplicación del programa común de una mayoría de concejales independentistas, pero podría ser imitada por otros municipios de distinto color político. ¿Qué diríamos, por ejemplo, si un Ayuntamiento de mayoría comunista decidiese que la bandera roja, con la hoz y el martillo, ondeara “hasta el día que se alcance una sociedad sin clases”?
La legalidad de este tipo de decisiones despierta dudas, máxime cuando con dinero de todos se sufragan banderas de parte, es decir, partidistas, en el espacio público, como es el caso de las estelades que lucen en ayuntamientos, plazas y rotondas. Por tanto, cabe considerar como una decisión muy comedida, tomada bajo mínimos de legalidad, la resolución de la Junta Electoral que instaba al Ayuntamiento de Berga a retirar la estalada del balcón en periodo electoral por vulnerar la “neutralidad política”.
En todo caso, el relato construido por las fuerzas independentistas tras la detención de la alcaldesa de Berga no se ajusta a la verdad. “Mi apoyo a @venturosm y a los cargos electos que sufren persecución por sus ideas. La libertad de expresión no es ningún delito”, decía el tuit de @KRLS, es decir, del president Puigdemont. No, Montse Venturós no fue detenida por sus ideas, sino por haber desatendido dos citaciones de un juzgado de Berga (5 de abril y 17 de octubre). Una orden de detención, destinada sólo a tomarle declaración (40 minutos) y redactada con la máxima pulcritud: “Dispongo la detención (…), que deberá practicarse del modo y en el momento y lugar que resulte menos perjudicial para la misma, y su conducción a este juzgado a fin y efecto de tomarle declaración en calidad de investigada, previa instrucción de sus derechos”.
La épica la pusieron las redes sociales que alientan el proceso; no una actuación judicial ajustada a derecho. Se puede desatender la citación de un juez, pero es un acto de desobediencia, máxime en un cargo público sujeto al principio de legalidad.
¿Qué diríamos si una alcaldía comunista decidiese que la bandera roja ondeara “hasta que llegue una sociedad sin clases”?