Cosas de los cementerios
La meteorología no siempre acierta con el atrezo. Como este año. El ceremonial del día de Difuntos pide ayuda a la lluvia, a la humedad, al escalofrío, al musgo y a la grisura. Y a la fragilidad de las figuras en un paisaje severo. Menos ciudadanos en los cementerios, su visita ya es una característica generacional, de personas que de niños iban, en tropel familiar, a pararse ante una lápida, un nombre, un número, que identificaban con un pariente desconocido. O casi. Los niños ya no visitan los cementerios, están ocupados buscando Pokémons, y los jóvenes arrastran las consecuencias del Halloween. Vivimos en otros tiempos menos serios. Puede que la tradición la mantenga la buena gente de una determinada cultura, estatus o etnia –la gitana por ejemplo–. Natural: desde los márgenes la vida se ve diferente. Y la muerte.
En los cementerios la gente se cruza con la gente con un otoño en cada pupila. Todos los Santos y todos a sus asuntos, a sus muertos, ramos, adornos, y una piedad, intransferible, pétalo a pétalo. Sobrevolando: solidaridad en la tristeza y abrazos imaginados. Los vivos a la búsqueda de referencias, quizás con el temor de que desaparezcan los recuerdos. Y la memoria. La inútil perseverancia para mantener una historia completa de padres, hijos y nietos. Ante lápidas y tumbas: el soliloquio con la nada. Una conversación, una advertencia, un detalle cotidiano que quedó pendiente. Como ese señor mayor que, echándole horas a la pena, se sienta en una silla plegable; la cabeza a la altura de un nicho lleno de objetos tiernos, de complicidades íntimas; la mirada ni lejos ni cerca: intermedia, hueca; un gesto de cortesía a los que pasan. Un algo desesperado cruzándole el rostro, la prudencia de otros visitantes elude entender su monólogo. Y como él, muchos en Poblenou, Sants, Montjuïc, Sarrià… Hay personas que al morir se llevan mundos enteros dejando despoblado el panorama de sus prójimos. El vacío llenando el espacio donde antes hubo mucho.
En las hornacinas de los cementerios, fotos decoloradas, recuerdos, cartas, desesperos anotados, ruegos, fetiches, exorcismos benignos… ¿Son un espacio intermedio entre la realidad y la ausencia, entre la biología y el éter, entre los huesos, las cenizas y el riego sanguíneo? Más o menos. O una anestesia para la razón herida. O para el alma. Que nunca se sabe.