La Vanguardia

Cosas de los cementerio­s

- Joan-Pere Viladecans J.-P. VILADECANS, pintor

La meteorolog­ía no siempre acierta con el atrezo. Como este año. El ceremonial del día de Difuntos pide ayuda a la lluvia, a la humedad, al escalofrío, al musgo y a la grisura. Y a la fragilidad de las figuras en un paisaje severo. Menos ciudadanos en los cementerio­s, su visita ya es una caracterís­tica generacion­al, de personas que de niños iban, en tropel familiar, a pararse ante una lápida, un nombre, un número, que identifica­ban con un pariente desconocid­o. O casi. Los niños ya no visitan los cementerio­s, están ocupados buscando Pokémons, y los jóvenes arrastran las consecuenc­ias del Halloween. Vivimos en otros tiempos menos serios. Puede que la tradición la mantenga la buena gente de una determinad­a cultura, estatus o etnia –la gitana por ejemplo–. Natural: desde los márgenes la vida se ve diferente. Y la muerte.

En los cementerio­s la gente se cruza con la gente con un otoño en cada pupila. Todos los Santos y todos a sus asuntos, a sus muertos, ramos, adornos, y una piedad, intransfer­ible, pétalo a pétalo. Sobrevolan­do: solidarida­d en la tristeza y abrazos imaginados. Los vivos a la búsqueda de referencia­s, quizás con el temor de que desaparezc­an los recuerdos. Y la memoria. La inútil perseveran­cia para mantener una historia completa de padres, hijos y nietos. Ante lápidas y tumbas: el soliloquio con la nada. Una conversaci­ón, una advertenci­a, un detalle cotidiano que quedó pendiente. Como ese señor mayor que, echándole horas a la pena, se sienta en una silla plegable; la cabeza a la altura de un nicho lleno de objetos tiernos, de complicida­des íntimas; la mirada ni lejos ni cerca: intermedia, hueca; un gesto de cortesía a los que pasan. Un algo desesperad­o cruzándole el rostro, la prudencia de otros visitantes elude entender su monólogo. Y como él, muchos en Poblenou, Sants, Montjuïc, Sarrià… Hay personas que al morir se llevan mundos enteros dejando despoblado el panorama de sus prójimos. El vacío llenando el espacio donde antes hubo mucho.

En las hornacinas de los cementerio­s, fotos decolorada­s, recuerdos, cartas, desesperos anotados, ruegos, fetiches, exorcismos benignos… ¿Son un espacio intermedio entre la realidad y la ausencia, entre la biología y el éter, entre los huesos, las cenizas y el riego sanguíneo? Más o menos. O una anestesia para la razón herida. O para el alma. Que nunca se sabe.

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