El latiguillo
Mientras se incrustaba la investidura del viejo nuevo Gobierno, a mí se me inundaba la casa. Ya llevaba unas semanas haciendo oídos sordos, por una mezcla de agotamiento y supervivencia emocional. Tras diez meses de partida, descubrimos que estábamos en un juego de trilero gubernamental. ¿Y dónde estaba la bolita? Pero llega un momento en el que ya no puedes desesperarte más. Hay que parar. Uno tiene que ocuparse de sus cosas, leer algo, no sé. No puedes pasarte el día subiéndote por las paredes. La fuerza de la insistencia podría lograr que en una de esas te encuentres seriamente agazapada en el techo del salón, cosas más raras estamos viendo –para muestra un Trump–, como una salamandra humana a la que sólo le queda volver al suelo con disimulo. Estás haciendo el ridículo. El Gobierno se enquista, pero la vida sigue. Así que la inundación de mi casa me vino al pelo. Estos avatares domésticos arrasan con todo. El resto de la realidad se vuelve borrosa, sorprendentemente liviana. Lo único que ya importa en tu vida es reparar el latiguillo. Colaborar con lo inevitable, y entregarse al secado infinito de suelos y objetos, y a las negociaciones con ese seguro que nunca lo asegura todo, por más que tú pagues lo que haga falta.
El latiguillo es un tierno artilugio, con aire de tubito meloso y consecuencias imprevisibles. Personalmente, ni siquiera sabía de su existencia. Ahora he conocido a este del lavabo, pero sospecho que hay muchos más. Ignoro con cuántos latiguillos convivo en este momento. Y qué pueden estar urdiendo en su cilíndrico interior. En algún desayuno paranoide, casi oigo burbujeos amenazantes. Pero prefiero no pensarlo. Como lo del Gobierno. El desastre se produjo mientras yo dormía a pierna suelta. No me enteré de nada. Pero el vecino de abajo se percató de las gotas que le caían encima en plena noche, y cerró mi llave de paso, supongo que en pijama. Si mi vecino tuviese un sueño menos ligero, quizás el río que en media hora llegó a la puerta de mi dormitorio hubiera cruzado el umbral tranquilamente, hasta llevarse a flote mi cama, conmigo dentro, en un sueño marinero, desplazándome primero por el pasillo y luego en dulce cascada por las escaleras, hasta quién sabe dónde. Me he visto navegando dormida en mi cama, surcando lugares insospechados. Me he visto despertándome en otro país. Uno en el que fuera imposible insistir con un gobierno del que ya lo sabemos todo, y no puede ser peor.
Pero estoy aquí. Y como el seguro casualmente no cubre latiguillos, el fontanero me informa del precio a la española: ¿con IVA o sin IVA?, dice candoroso. Me pregunto, una vez más, si la gente elige este Gobierno porque tiene tendencias fraudulentas o si tiene tendencias fraudulentas porque las aprende de su Gobierno. O si ya es todo una especie de bucle. Ahora he conocido a este del lavabo, pero sospecho que hay muchos más