La Vanguardia

La novela de los objetos perdidos

- Josep Massot

Hay pocos autores que se pongan a escribir ficción con sesenta años. Uno fue Lampedusa, con El Gatopardo. Otro, Manuel Foraster, que antes de fallecer tuvo tiempo de terminar una trilogía de una erudición desternill­ante, que atraviesa la Europa gamberra, izquierdos­a y culta de toda una generación. Lo recordaba ayer en La Central Luis Quintana al presentar la novela Sabadell Grand Central Nova York Rambla (Tusquets). Una novela con multitud de personajes y un hilo conductor, el de un protagonis­ta que se ve abocado siempre a un lúcido fracaso, como en La conjura de los necios de Kennedy O’Toole o la insumisión verbal del Viaje al fin de la noche de Céline. Toni Marí lo comparaba al viaje al infierno de Dante en compañía de una galería de amigos, conocidos, saludados, enfermos, “que no sabes si son reales o inventados”. Porque Manuel Foraster era un lector impenitent­e al que le gustaba la chanza y el callejeo, pero, sobre todo, era de la escuela de Sabadell, esa en la que cuando se habla no se sabe si se va en serio o se está bromeando.

Joaquim Sala-Sanahuja también es de la escuela de Sabadell y cuando presentaba ayer el libro de Foraster tampoco se sabía si fingía desconocer lo que había de verdad o de ficción en lo que cuenta Foraster, Y es que tal vez la ficción es más real que la realidad. Contó que el 2 de octubre de 1962, el director del colegio irrumpió en el aula y les ordenó que recogieran sus abrigos. Salieron todos en formación hasta la avenida de la ciudad. “Y ahora aplaudan”. Y los alumnos aplaudiero­n. Entonces, contaba Sala-Sanahuja, “apareciero­n como una exhalación unos motoristas dando paso a dos autos americanos y uno español. En medio de uno de ellos vimos pasar una sombra. Era Franco. Y nunca supimos –concluyó– si aplaudimos porque pasó esa sombra o si la sombra apareció porque aplaudimos”. Esa duda les llevó a la ficción. Y esa sombra cruzó la vida de una generación que tuvo, uno de sus faros en París.

Los tres presentado­res del libro, después de las bromas, se pusieron serios. Una de las virtudes del libro, coincidier­on los tres, es la lengua literaria utilizada por el autor, tan alejada del modelo de lengua que reduce el diccionari­o a 300 palabras. Quintana decía que cuando el castellano pasa de la lengua coloquial a la escrita, se hace penoso, y que cuando hace lo mismo el catalán, “nos salen Els

pastorets”. En el caso de Foraster, en cambio, lo vivifica. Toni Marí lo ejemplific­ó con una adaptación de las palabras de Proust sobre la lengua francesa en su magistral réplica a Saint–Beuve, el más prestigios­o crítico literario de su época. “Las únicas personas que defienden la lengua catalana son las que la atacan”, dijo. “La única manera de defender la lengua catalana es atacándola… porque su unidad está compuesta de contrarios neutraliza­dos, de una inmovilida­d aparente que esconde una vida vertiginos­a y perpetua. Todo escritor está obligado a construirs­e su propia lengua”, es decir, debe crear su lengua y su mundo propio. El autor, cuando escribe, no es el que conocemos, es otro, es aquel que se enfrenta cara a cara con él mismo y que procura oír, y expresar, el sonido genuino de su corazón. Aunque sea tomándose a broma. Como hizo el hijo de Manuel Foraster al leer fragmentos de la novela en la que su padre se comparaba a esa sala donde van a parar los objetos perdidos.

Presentada en la librería La Central la novela póstuma de Manuel Foraster que cierra su trilogía

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KIM MANRESA Toni Marí, Joaquim Sala-Sanahuja y Luis Quintana, ayer en La Central
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