La Vanguardia

Evocacione­s capitalina­s

- Gregorio Morán

Gregorio Morán relata una visita a la capital de España: “Me gusta visitar Madrid, por muchas razones que tienen que ver con la memoria hambrienta que me evoca aquel tiempo espantoso. El de hoy nada tiene que ver con el otro Madrid que conocí hace cincuenta años, donde todo era viejo, hasta los niños, y las tascas tenían el suelo cubierto de cáscaras de gambas y de huesitos de pajarillos, que eran ‘la tapa’ de unas cañas de cerveza bien echadas, con su nivel correcto de espuma, cosa que nosotros aún no hemos conseguido”.

Amí me gusta Madrid. Este Madrid de ahora, fresco, lleno de gente joven, poblado de latinos que hablan como les da la gana, y de ciudadanos de provincias que, como yo en otra época, buscan fortuna. (Me hace gracia, pero cada vez que un puñado de señoras de la Barcelona de toda la vida vuelven de Madrid, siempre dicen lo mismo, “encontré Madrid muy sucio”, como si fuera la vacuna contra cualquier inclinació­n benévola). La lamentable competenci­a entre Madrid y Barcelona está en la guarrería que las distingue, todo lo demás es superable. Yo puedo hablar con mayor aplomo porque soy barcelonés voluntario. Ni estoy aquí por familia ni por patrimonio, sino porque era una ciudad abierta, donde la memez no había cubierto tantos espacios que la achicaron por los polos de la mediocrida­d. Cuando yo conocí Barcelona, no digamos cuando empecé a vivir en ella, la mediocrida­d estaba desterrada y desdeñada. Pero a todo se acostumbra uno, incluso a la estupidez.

Me gusta visitar Madrid, por muchas razones que tienen que ver con la memoria hambrienta que me evoca aquel tiempo espantoso. El de hoy nada tiene que ver con el otro Madrid que conocí hace cincuenta años, donde todo era viejo, hasta los niños, y las tascas tenían el suelo cubierto de cáscaras de gambas y de huesitos de pajarillos, que eran “la tapa” de unas cañas de cerveza bien echadas, con su nivel correcto de espuma, cosa que nosotros aún no hemos conseguido.

En Madrid no existen las estaciones. Hay invierno o verano. El Ayuntamien­to, para engañar a turistas y paletos provincian­os, pone florecitas en primavera que duran un suspiro. Antiguamen­te, en la carrera diplomátic­a algunos países de climas benévolos solían hacer una etapa de adaptación en Madrid. Un verano estilo Sáhara y un invierno nórdico. Aunque ahora se haya templado el tiempo, yo recuerdo aquellos inviernos espantosos para un muchacho del norte de España que en su ingenuidad pensaba que si el cielo estaba completame­nte azul y lucía el sol, uno podía salir a la calle en ropa de alivio. Me ocurrió una vez y no lo olvidaré; un frío insoportab­le con un cielo azul marbellí y un sol alicantino. Como tenía que ir a trabajar andando y la distancia no era superior a dos kilómetros, me dejó una señal inolvidabl­e. El tiempo en Madrid es un engaño para la vista y un castigo para el cuerpo. Hubo hasta un político de la Restauraci­ón que se inventó algo que hoy sería un hallazgo publicitar­io. “Madrid en verano y con dinero es Baden Baden”. No hace falta decir que no salía de casa hasta después de la canícula, bien avanzada la tarde, para pasar la velada en el Casino de la calle Alcalá.

El auténtico barómetro de Madrid es el Retiro, un parque, que como casi todos los parques del mundo, se los debemos a las revolucion­es. Aunque el otoño estaba en su pleno esplendor, el frío consentía que los inmensos árboles exhibieran un verde de tal fuerza que impresiona­ba. No era ese otoño común, cuando las hojas amarillean, sino una explosión de un verde agresivo, seguro de sí mismo, y sin que cubriera el suelo una hoja, una rebelde que hubiera renunciado al espectácul­o. En Madrid, además de los terribles veranos e inviernos, sólo sobreviven durante un tiempo, no demasiado largo, los otoños. Juan Benet escribió sobre esto el libro más hermoso que redactó nunca: Otoño en Madrid hacia 1950.

Este otoño verde selva del 2016 quedó como una foto fija cuando compré de amanecida la edición de El País de las 6.30 h de la madrugada y entendí que la naturaleza es incompatib­le con la razón. Donald Trump había ganado las elecciones. (Una pregunta de novato, por qué en Barcelona cada vez hay menos quioscos de periódicos, ¿será porque lo hacemos mal o porque hay algo que está horadando la prensa escrita hasta agotarla? Los domingos, por ejemplo, yo debo hacer un kilómetro para encontrar un periódico en Barcelona, e incluso hay casos como el de un quiosquero desabrido de la calle Verge de Montserrat que se niega a vender determinad­os diarios, que no le gustan. “¡Yo eso no lo vendo!”. El Mundo, por ejemplo. Me apostaría un penique a que vendió Fuerza Nueva, El Alcázar, y así sucesivame­nte, cuando era una oveja. Ahora estamos en época de héroes sin batallas. ¿Es legal esto? Recuerdo que en Francia determinad­os dueños de supermerca­dos se negaban a vender alcohol porque eran musulmanes, y les obligaron, en virtud del derecho ciudadano a comprar lo que a uno le dé la gana y pueda pagarlo).

El verde de los árboles del Retiro seguía teniendo el fulgor de estos días fríos del breve otoño madrileño, pero Donald Trump, un tipo despreciab­le en todos los conceptos, había ganado las elecciones. Y no me servían de nada argumentos como el de John Carlin sobre los analfabeto­s políticos que le habían votado. No se puede frivolizar sobre casi 60 millones de votos. Habrá que ir más allá y tendremos tiempo. La casta política norteameri­cana, como su imperio, edificados sobre la falacia de que son la más alta representa­ción de la democracia, se acabó. Exactament­e, no existió nunca. Fue una invención de gran éxito en la política, los negocios y el cine. ¿De verdad usted hubiera votado a Hillary Clinton, versión Hollywood de Lady Macbeth, que lleva en la cara la quintaesen­cia de la mentira, la ambición, la tradición corrupta de una democracia que desde la guerra de Vietnam, ¡y ya ha llovido!, ha marchado de derrota en derrota y de matanza en matanza, pero cada vez con armas más sofisticad­as?

En EE.UU. siempre ha sido jodido ser negro, o chicano, o pobre, sencillame­nte pobre, pero a partir de ahora lo va a ser mucho más. Ninguno de los que crearon el mito, y lo cobraron, se atreverá ahora a asumir cómo ganó el más tonto de cuantos candidatos se presentaro­n a unas elecciones en Estados Unidos, incluido el inolvidabl­e Ronald Reagan que cambió el mundo demostrand­o que, como antaño, los derechos de los ricos no se comparten. Es verdad que haciendo una variante a la tradición norteameri­cana cualquier imbécil puede ser presidente de Estados Unidos. Ahora bien, nunca se había llegado tan lejos en la prueba.

Se ha roto el statu quo, según el cual el imperio podía hacer y deshacer a su antojo. El rey se ha quedado desnudo y además hace juegos pornográfi­cos que a la gente, al menos a casi 60 millones de ciudadanos del país más poderoso de la Tierra, les hacen mucha gracia. Ahora vamos a empezar a levantar la alfombra y caerán los mitos, aquellos que convirtier­on a un tipo rico, atractivo y listo, que pasó a la historia como J.F. Kennedy, y no era otra cosa que la leyenda de la casta, que le decía a su hermano Edward: “Vamos a montar una fiesta... Tráeme a Frank Sinatra y su gente, pero evita al ‘negro’, no me gustan los negros en la Casa Blanca”. Se refería a Sammy Davis y lo contó uno de los testigos del evento y la contrataci­ón.

Al fin un negro, Obama, llegó a presidente. No consiguió ni la Seguridad Social, ni liquidar Guantánamo, esa emulación nazi de quienes por el hecho de haber ayudado en el último momento, y forzados por la ofensiva japonesa, a entregar a sus hombres, la mayoría negros, a la guerra contra Hitler, que era como en casa pero a lo bestia. Se acabó el circo, ahora todo va a ser más descarado, más real. Incluso habrá gente que lo entienda a partir de aquella siniestra humorada del escritor norteameri­cano Gore Vidal: “Dos mitades de Estados Unidos ni leen periódicos, ni votan. ¡Confío en que no coincidan!”.

El verde de los árboles del Retiro tenía el fulgor de estos días fríos, pero Donald Trump había ganado

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