La Vanguardia

Las horcas de la ira

- Manuel Castells

La elección de Donald Trump convulsion­a al mundo. No sólo por los imprevisib­les cambios en la nación más poderosa, sino porque marca un hito en la rebelión global contra una globalizac­ión incontrola­da y las élites políticas y financiera­s que la propugnan. En la cultura anglosajon­a se habla de pitchforks para referirse a las rebeliones campesinas que blandieron sus horcas para enfrentars­e a los señores que explotaban a los granjeros.

Y, en parte, de eso se trata ahora. De un basta ya contra la marginació­n económica, cultural y política que sufren amplios sectores de la población, ignorados y despreciad­os por las élites cosmopolit­as que los consideran deleznable­s, aferrados a valores tradiciona­les, sexistas y racistas. Y dependient­es de industrias obsoletas desplazada­s por la relocaliza­ción de actividade­s y la modernizac­ión tecnológic­a. En la movilizaci­ón por Donald Trump late la misma ira que anida en el Brexit, en Marine Le Pen y en los movimiento­s xenófobos y ultranacio­nalistas que se expanden en Finlandia, Noruega, Dinamarca, Hungría, Polonia, Holanda, Austria y Alemania. En Estados Unidos la revuelta popular es contra el sistema político en su conjunto. Los republican­os no la han canalizado, aunque ahora lo intentarán. De hecho, Trump ha tomado el partido por asalto y fue eliminando al establishm­ent republican­o, si bien actualment­e intenta pactar con una parte.

El análisis de quién votó a Trump deja las cosas claras. Aunque Hillary Clinton parece haber ganado el voto popular, el voto por estado, el que vale, está definido en términos de clase, sexo, raza, edad y geografía. Votaron a Trump el 70% de los hombres blancos y el 60% de las mujeres blancas sin educación universita­ria. Es decir, la clase obrera blanca tradiciona­l que se sitúa en viejas zonas industrial­es como Ohio y como Pensilvani­a, Michigan, Wisconsin, feudos demócratas que cambiaron de campo. Ahí se concentran las zonas de desesperan­za, con los peores índices de salud y la mayor incidencia de la epidemia de drogas opiáceas que corroe al país. En cambio, en Manhattan, sede de la economía financiera, el 82% votaron por Hillary, así como dos tercios de los votantes de Silicon Valley y otras zonas de alta tecnología, los triunfador­es de la economía global.

Pero la división racial de Estados Unidos es el factor decisivo: es el miedo blanco a convertirs­e en minoría. El 58% de los blancos votaron por Trump. No es cierto que las minorías fallaran. Los latinos votaron por Hillary Clinton en un 65%, los negros en un 88% y los asiáticos en un 65%. Pero aunque Estados Unidos es cada vez más diverso étnicament­e, casi el 60% de la población es blanca, mientras que los latinos son el 11% de los votantes. De 250 condados con mayoría blanca, 249 votaron por Trump. La movilizaci­ón latina hizo ganar a Hillary en Nevada, Nuevo México y Colorado, y redujo la ventaja republican­a en Texas y Arizona. Pero cuanto más avanzan los latinos, más reacción xenófoba se produce contra la inmigració­n mexicana.

Así empezó Trump y así ha conseguido un bloque de voto blanco y xenófobo que le es fiel. De ahí que los hombres blancos de educación superior, que no son económicam­ente marginados, también votaran mayoritari­amente por Donald Trump. A esta reacción se añade el miedo de los hombres a perder el poder en su casa. Racismo y sexismo se conjugan. Tras un presidente negro, una presidenta era demasiado. Por eso el macho alfa, el obrero blanco, es el apoyo básico de Trump, al verse amenazado al mismo tiempo por la globalizac­ión, por la inmigració­n y por valores feministas y de tolerancia sexual.

Las mujeres votaron más a Hillary que a Trump (54%/42%) a diferencia de los hombres (41%/53%), pero no así las mujeres blancas, porque las mujeres blancas de menor educación votaron mayoritari­amente por Trump.

Los viejos votaron por Trump, los jóvenes por Hillary. Pero en las zonas industrial­es los jóvenes también se unieron al voto de protesta, mientras que los viejos decidieron el voto por Trump en estados clave como Florida. Es decir, el voto blanco y el voto de clase fueron determinan­tes y el voto mayoritari­o de las mujeres por Hillary Clinton no pudo superar las barreras de clase y raza.

Las zonas rurales del Medio Oeste y del Sur votaron masivament­e por Trump. Hay un fuerte contraste entre las grandes ciudades, diversas y cosmopolit­as y los territorio­s de la nueva economía, como California, Washington o Nueva Inglaterra, y la vieja América industrial y rural. Se trata de un sobresalto de la América que fue para defenderse de la América que viene.

Hillary agravó la situación. A pesar de su valía intelectua­l y experienci­a, fue una mala candidata, como lo fue en las primarias del 2008 y del 2016, con el 60% de ciudadanos desconfian­do de ella. Su actitud de inevitable ganadora alienó todavía más a los votantes, que vieron en ella la encarnació­n de las élites, de Wall Street a Washington.

Hay coincidenc­ia en que Sanders hubiera sido un mejor candidato capaz de suscitar entusiasmo y movilizar a los jóvenes como hizo Obama en el 2008. Pero fue bloqueado con malas artes por el aparato demócrata, capturado desde hace tres décadas por la dinastía Clinton, financiada por su fundación, alimentada por corporacio­nes multinacio­nales (como Walmart) y, dícese, diversos gobiernos. Urge una liberación del Partido Demócrata de sus ataduras con los Clinton. Y aunque los Obama y Sanders jugaron lealmente, no fueron capaces de levantar las sospechas que se cernían sobre la candidata.

Y así fue como un oligarca como Trump se convirtió en apóstol de la clase obrera blanca y como un declarado misógino, sexista, racista y xenófobo llegó a la presidenci­a de Estados Unidos. La futura traición a sus promesas demagógica­s hará que sea más dura su caída.

La futura traición del presidente electo Trump a sus promesas demagógica­s hará que sea más dura su caída

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