La incógnita Trump
Lo hemos visto una y otra vez y ahora lo volvemos a ver con la victoria de Donald Trump: las incógnitas que cuentan de verdad no son las que conocemos sino las que ignoramos. ¿Quién nos hubiera dicho hace seis meses que ahora nos estaríamos preguntando si Donald Trump sería capaz de hacer todo lo que dijo que haría, desde construir el famoso muro en la frontera con México hasta enterrar el compromiso de defensa colectiva de la OTAN, pasando por la expulsión masiva de inmigrantes ilegales, el desmantelamiento del Obamacare y la denuncia del tratado de Libre Comercio con México y Canadá?
La elección de Trump es la reverberación política definitiva, al cabo de ocho años, de la crisis financiera iniciada con la caída de Lehman Brothers. Es un portazo a un mundo ahormado por el libre comercio, por el auge del capitalismo financiero, por la deslocalización de empresas y por los movimientos de personas de una punta a otra del planeta. Es un repudio del establishment y un portazo a la globalización. Como el Brexit, pero multiplicado por diez.
Trump ha prometido desmontar el orden global basado en la liberalización económica para que Estados Unidos vuelva a ser grande, un mensaje muy simple que ha calado entre unas clases medias empobrecidas y desconcertadas, entre unos votantes que se sienten engañados por un sistema que no les beneficia y que no ven que Estados Unidos ya es grande (en buena parte gracias precisamente a este orden mundial edificado por ellos), aunque ellos no lo noten, pero que, si Trump hace todo lo que ha dicho que hará, es muy posible que deje de serlo.
La incógnita ahora es si Trump cumplirá sus promesas. El presidente norteamericano es un hombre muy poderoso, pero no lo puede todo. En una democracia, el poder del jefe del Gobierno está limitado por el Parlamento, por la justicia, por la Administración, por los grandes intereses económicos, por las fuerzas sociales, por los medios de comunicación. En Estados Unidos, los padres fundadores previeron la posibilidad de que alguien como Donald Trump llegara un día a la presidencia y redactaron una Constitución llena de controles y de contrapesos para frenarlo.
Una cosa es lo que se dice durante la campaña electoral y otra lo que se puede hacer después. Conseguir que la maquinaria gubernamental se mueva en la dirección que uno quiere exige una gran energía y determinación. Antes de traspasar el poder a su sucesor, el general Eisenhower, Harry Truman le pronosticó muchas dificultades: “Se sentará aquí y dirá haga esto, haga aquello. Y no pasará nada. Pobre Ike, lo que verá aquí no será en absoluto como en el ejército. Se sentirá muy frustrado”.
Además, el orden global no es fácil de desmontar. Hay muchos intereses en juego, dentro y fuera de Estados Unidos. La red de organizaciones, de tratados internacionales, de derechos adquiridos, de lazos económicos y financieros, de proyectos compartidos es muy densa. La globalización se puede frenar, pero es muy dudoso que sea reversible.
Sin embargo, si algo ha quedado meridianamente claro en esta campaña es que Donald Trump es un hombre de carácter, con un temperamento muy fuerte, y que no es fácil que se someta a la normalidad institucional, ni que se resigne a no poder hacer lo que pretende. Ha llegado a la presidencia diciendo y haciendo lo que le ha dado la gana, sin experiencia como gobernante, guiándose por sus instintos y no por los consejos de las personas que le rodeaban. Ha cambiado las reglas del juego y se ha saltado todos los límites. No tiene ningún incentivo para convertirse en un gobernante prudente y previsible. Al contrario. No es un político profesional: esto es lo que le ha llevado a la Casa Blanca. Es inútil esperar que actúe como si lo fuera.
La incógnita es si querrá y sabrá dominar las fuerzas que ha desatado. Si será un presidente conservador al estilo de Ronald Reagan, si se convertirá en una copia grotesca de Silvio Berlusconi o si resultará una réplica actualizada del presidente fascista imaginado por Philip Roth en La conjura contra América que conducirá a Estados Unidos por una senda enloquecida digna de Corea del Norte. Si se limitará a deshacer lo que ha hecho Obama y a aplicar un programa derechista y aislacionista o si inyectará en la vida política estadounidense y en la escena internacional las dosis de racismo, de misoginia, de homofobia, de sectarismo, de xenofobia, de proteccionismo y de prepotencia que ha mostrado durante la campaña. Dicho de otro modo: la incógnita es si el sistema político estadounidense, que es muy fuerte, absorberá el impacto o si Trump lo hará saltar como ha hecho saltar todas las reglas hasta ahora. Si frenará temporalmente la globalización o si la hará descarrilar. Con la era Trump nos adentramos sin brújula en un territorio desconocido.
La incógnita es si el sistema político estadounidense absorberá el impacto o si Trump lo hará saltar