Sobre el diálogo
Son recurrentes las apelaciones al diálogo como única forma de encauzar el actual desvarío de nuestra vida política. Ahora bien, no todo diálogo goza de esta virtud terapéutica. Diálogo –dice el diccionario– es una conversación entre dos o más personas que exponen sus ideas alternativamente. Pero este diálogo puede ser, en el ámbito de la política, de tres tipos: diálogo integrador, diálogo transaccional y diálogo de sordos.
El diálogo integrador es el que se da entre personas o instituciones que asumen tener algo o mucho en común y que quieren potenciar este capital compartido, asumiendo un proyecto conjunto al que dotan de un sistema de dirección articulado y cuyos resultados –positivos o negativos– se reparten entre todos. Para los viejos juristas romanos, el contrato de sociedad –que es uno de los resultados posibles de este diálogo integrador– sólo puede darse cuando entre los socios existe affectio societatis, es decir, deseo y voluntad de compartir. Lo que implica estar a las duras y a las maduras. Y, en esta misma línea, puede decirse con lenguaje más actual que no es posible que exista ninguna forma de comunidad si no se dan dos requisitos: 1. Unidad de dirección. 2. Responsabilidad solidaria por, al menos, algunas deudas. Estas ideas básicas están hoy vigentes tanto en derecho privado como en derecho público. Ahora bien, no hace falta que los dialogantes sean amigos para que se dé este diálogo, pero lo que no pueden ser es adversarios ni, menos aún, enemigos.
El diálogo transaccional se da entre adversarios conscientes de la necesidad de llegar a un acuerdo que supere sus diferencias y sea ventajoso para todos, al precio de recíprocas y sustanciales concesiones. Estos adversarios han de aceptar que su diálogo se someta a unas reglas que todos observen; han de practicar de palabra y actitud el respeto por el otro; han de proceder de buena fe y con espíritu de concordia; y han de saber, por último, que la palabra siempre no existe en derecho ni en política, por lo que toda transacción carece de eficacia permanente y tendrá que ser revisada pasado un tiempo. El diálogo transaccional provoca de inmediato, cuando cuaja, cierta insatisfacción en todas las partes, pues siempre duele el sacrificio parcial de los propios postulados en aras de un pacto que suele ser visto despectivamente como un apaño. Pero, más allá de este desencanto inicial, el diálogo transaccional es muy fecundo. Sin él, perece la democracia y se agosta la res pública.
Diálogo de sordos es el que se da, en forma de monólogos sucesivos e impermeables, entre enemigos que no aceptan ni la vigencia de normas de procedimiento –leyes– a las que sujetar su debate, o que subliman estas mismas leyes hasta estrangular el diálogo. En el diálogo de sordos se ha perdido ya el respeto por el otro, que o bien es sistemáticamente despreciado, vilipendiado y tenido como responsable único de todo conflicto, o bien es ninguneado y desdeñado dejando que pase el tiempo sin darle respuesta en un ejercicio insólito de pasividad. El diálogo de sordos no es tal diálogo, sino la antesala del enfrentamiento. Se da una señal inequívoca de haber llegado a este último estadio, sin duda crítico, cuando alguno de los actores sobreactúa con un discurso injuriante más que incisivo, despreciativo más que mordaz, destructivo más que punzante, sardónico más que irónico y cruel más que cáustico. Un discurso, en fin, que sobrepasa el insulto y constituye una agresión verbal, máxime si aprovecha una plataforma que le otorga difusión e impunidad.
Este enfrentamiento subsiguiente es imprevisible en el tiempo, impredecible en la forma e incierto en el desenlace. Es imprevisible en el tiempo porque está sujeto a término, es decir, necesariamente ha de llegar pero no se sabe con certeza cuándo. En todo caso, no podrá dilatarse, pues el diálogo de sordos se desarrolla en un crescendo cuyo desenlace inevitable a corto plazo es –previo un do de pecho o un gallo– el enfrentamiento. Es impredecible en la forma porque el choque entre las partes enfrentadas puede revestir manifestaciones muy diversas tanto en su naturaleza como en su extensión. Es evidente que todo enfrentamiento implica a fuerzas contrapuestas, pero estas fuerzas pueden encarnarse de formas muy diversas que hoy no implican, en su mayoría, una violencia física desatada y generalizada. Lo que no significa que sus efectos sean menos devastadores. Y es incierto, por último, en su desenlace, porque todo enfrentamiento comporta siempre un riesgo para todas las partes enfrentadas, que quedan al albur de lo imprevisto e inesperado.
Hay que huir del diálogo de sordos, precursor inexorable del enfrentamiento, y acometer, aunque cueste y parezca imposible, el diálogo transaccional. No está de más recordar, en este trance, las ventajas de la ética de la responsabilidad sobre la ética de la convicción, que tantas veces disfraza y oculta la soberbia del que se cree elegido y la soberbia del que cree estar en posesión de la verdad.
Hay que huir del diálogo de sordos, precursor inexorable del enfrentamiento, y acometer el diálogo transaccional