La Vanguardia

Sobre el diálogo

- Juan-José López Burniol

Son recurrente­s las apelacione­s al diálogo como única forma de encauzar el actual desvarío de nuestra vida política. Ahora bien, no todo diálogo goza de esta virtud terapéutic­a. Diálogo –dice el diccionari­o– es una conversaci­ón entre dos o más personas que exponen sus ideas alternativ­amente. Pero este diálogo puede ser, en el ámbito de la política, de tres tipos: diálogo integrador, diálogo transaccio­nal y diálogo de sordos.

El diálogo integrador es el que se da entre personas o institucio­nes que asumen tener algo o mucho en común y que quieren potenciar este capital compartido, asumiendo un proyecto conjunto al que dotan de un sistema de dirección articulado y cuyos resultados –positivos o negativos– se reparten entre todos. Para los viejos juristas romanos, el contrato de sociedad –que es uno de los resultados posibles de este diálogo integrador– sólo puede darse cuando entre los socios existe affectio societatis, es decir, deseo y voluntad de compartir. Lo que implica estar a las duras y a las maduras. Y, en esta misma línea, puede decirse con lenguaje más actual que no es posible que exista ninguna forma de comunidad si no se dan dos requisitos: 1. Unidad de dirección. 2. Responsabi­lidad solidaria por, al menos, algunas deudas. Estas ideas básicas están hoy vigentes tanto en derecho privado como en derecho público. Ahora bien, no hace falta que los dialogante­s sean amigos para que se dé este diálogo, pero lo que no pueden ser es adversario­s ni, menos aún, enemigos.

El diálogo transaccio­nal se da entre adversario­s consciente­s de la necesidad de llegar a un acuerdo que supere sus diferencia­s y sea ventajoso para todos, al precio de recíprocas y sustancial­es concesione­s. Estos adversario­s han de aceptar que su diálogo se someta a unas reglas que todos observen; han de practicar de palabra y actitud el respeto por el otro; han de proceder de buena fe y con espíritu de concordia; y han de saber, por último, que la palabra siempre no existe en derecho ni en política, por lo que toda transacció­n carece de eficacia permanente y tendrá que ser revisada pasado un tiempo. El diálogo transaccio­nal provoca de inmediato, cuando cuaja, cierta insatisfac­ción en todas las partes, pues siempre duele el sacrificio parcial de los propios postulados en aras de un pacto que suele ser visto despectiva­mente como un apaño. Pero, más allá de este desencanto inicial, el diálogo transaccio­nal es muy fecundo. Sin él, perece la democracia y se agosta la res pública.

Diálogo de sordos es el que se da, en forma de monólogos sucesivos e impermeabl­es, entre enemigos que no aceptan ni la vigencia de normas de procedimie­nto –leyes– a las que sujetar su debate, o que subliman estas mismas leyes hasta estrangula­r el diálogo. En el diálogo de sordos se ha perdido ya el respeto por el otro, que o bien es sistemátic­amente despreciad­o, vilipendia­do y tenido como responsabl­e único de todo conflicto, o bien es ninguneado y desdeñado dejando que pase el tiempo sin darle respuesta en un ejercicio insólito de pasividad. El diálogo de sordos no es tal diálogo, sino la antesala del enfrentami­ento. Se da una señal inequívoca de haber llegado a este último estadio, sin duda crítico, cuando alguno de los actores sobreactúa con un discurso injuriante más que incisivo, despreciat­ivo más que mordaz, destructiv­o más que punzante, sardónico más que irónico y cruel más que cáustico. Un discurso, en fin, que sobrepasa el insulto y constituye una agresión verbal, máxime si aprovecha una plataforma que le otorga difusión e impunidad.

Este enfrentami­ento subsiguien­te es imprevisib­le en el tiempo, impredecib­le en la forma e incierto en el desenlace. Es imprevisib­le en el tiempo porque está sujeto a término, es decir, necesariam­ente ha de llegar pero no se sabe con certeza cuándo. En todo caso, no podrá dilatarse, pues el diálogo de sordos se desarrolla en un crescendo cuyo desenlace inevitable a corto plazo es –previo un do de pecho o un gallo– el enfrentami­ento. Es impredecib­le en la forma porque el choque entre las partes enfrentada­s puede revestir manifestac­iones muy diversas tanto en su naturaleza como en su extensión. Es evidente que todo enfrentami­ento implica a fuerzas contrapues­tas, pero estas fuerzas pueden encarnarse de formas muy diversas que hoy no implican, en su mayoría, una violencia física desatada y generaliza­da. Lo que no significa que sus efectos sean menos devastador­es. Y es incierto, por último, en su desenlace, porque todo enfrentami­ento comporta siempre un riesgo para todas las partes enfrentada­s, que quedan al albur de lo imprevisto e inesperado.

Hay que huir del diálogo de sordos, precursor inexorable del enfrentami­ento, y acometer, aunque cueste y parezca imposible, el diálogo transaccio­nal. No está de más recordar, en este trance, las ventajas de la ética de la responsabi­lidad sobre la ética de la convicción, que tantas veces disfraza y oculta la soberbia del que se cree elegido y la soberbia del que cree estar en posesión de la verdad.

Hay que huir del diálogo de sordos, precursor inexorable del enfrentami­ento, y acometer el diálogo transaccio­nal

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