La Vanguardia

El poeta del amor y la soledad

El músico canadiense llevó una carrera paralela como escritor de poesía no cantada y ‘spoken word’

- JOSEP MASSOT Barcelona

Ala salida de un concierto en París, Dylan y Cohen fueron a tomar un café y compartier­on confidenci­as. “¿Cuánto tardaste en componer Hallelujah?”, le preguntó. Y Cohen. tímido, le mintió: “Dos años”, dijo, cuando había estado seis. “¿Y tú, cuánto tardaste en escribir IandI?”. “Quince minutos”, le contestó Dylan. La diferencia entre los dos es que Cohen se pasó a la canción desde la poesía. Desde niño quería ser escritor y solo escritor. Con sus amigos poetas veía su imagen: “enfundado en una gabardina, el sombrero calado hasta el fondo sobre unos ojos intensos, una historia de injusticia en su corazón, seguido por la simpatía de incontable lectores y amado por dos o tres mujeres guapas que nunca lo tendrían”. Ya había publicado Let Us Compare Mythologie­s y The Spice-Box of Earth. Su primer poema, tal vez es un retrato de Irving Layton, su mentor: Satan in Westmount. “Uno veía sus manos/finamente cinceladas/casi del color de jade/y sus uñas/rosas y cuidadas./Hablaba de Arte/y de poesía/y nos subyugaba con descripcio­nes/de los Maestros (...) Pero en su solapa llevaba,/discretame­nte,/un tallo de asfodelo”). La flor del inframundo. Recibió elogios de la crítica, pero de su primera novela vendió 400 ejemplares y de la segunda, unos insuficien­tes 3.000, y, sobre todo, estaba harto del medio literario: “nos atacábamos unos a otros ferozmente y escribíamo­s para poetas muertos”.

Cohen siguió escribiend­o poemas que no cantaba. /grabó Dress rehearsal rag, pero no la incluyó en recitales). En Death of ladies’ man, el libro, no el álbum, desmiente su fama de mujeriego: (“nadie habla de mis mil noches de soledad”). Estuvo con muchas, también con Janis Joplin en una tarde poco memorable de LSD en el Chelsea Hotel. Ella le escribía diciendo que era fea y él le decía que era hermosa. La verdadera dama con la que coqueteó Cohen toda su vida fue con la Muerte, desde que introdujo una nota en el ataúd de su padre muerto cuando él tenía nueve años. Encontró en sus poemas y en el sexo una estrategia de diversión y control de su incurable angustia existencia­l. En su absurda mezcla de religiones, en intentar ser libre a su manera, como un caballero de un libro pasado de moda. En sus poemas tristes de salmos alegres, en la ironía que siempre marca una distancia ante el horror interior, en su imagen por la mañana ante el espejo mirando de reojo la cuchilla de afeitar, pidiendo a Hank Williams que le dijera qué era la soledad o en bailar juntos hasta el fin del amor, mientras no llega el apocalipsi­s o en aquella noche de resurrecci­ón en Montreal cuando un español suicida le enseñó a tocar la guitarra flamenca .

En sus poemas está la lucha entre luz y la oscuridad iluminada por violines ardientes, cuerpos en llamas, el antídoto de saber que la realidad es una de las posibilida­des que no se pueden ignorar, que el futuro es una excusa para paralizarn­os y justificar la ausencia que somos.

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TONY RUSSELL / GETTY Leonard Cohen, en el festival de la isla de Wight, en 1970

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