El americano cabreado
El populismo ha llegado al despacho oval. Dinamitando la retórica a la que los políticos nos tienen acostumbrados, Donald Trump ha ganado las elecciones estadounidenses con un discurso directo, sencillo y, sobre todo, políticamente incorrecto. Un discurso que la misma noche electoral cambió de pies a cabeza. Cuando compareció victorioso, el magnate neoyorquino ya no era el candidato, era el presidente. Trump llevaba la misma corbata roja, la misma chaqueta holgada y el mismo tupé; pero su modo de hablar había cambiado: hablaba el presidente. Trump dejaba atrás el personaje opositor para convertirse en el inquilino de la Casa Blanca. Y lo supimos gracias a la palabra.
Su inesperada victoria ha demostrado una vez más, para bien o para mal, el poder de la palabra. Entre los nichos de los discursos, Trump ha sabido encontrar el que estaba vacío y lo ha convertido en trampolín a la presidencia. ¿Cómo? Rehuyendo el lenguaje rebuscado, pretendidamente serio, con ideas y propuestas sopesadas en los laboratorios de pensamiento que rodean hoy a los candidatos. Lo dejó claro al principio: “No necesito dinero. No quiero dinero. Y pienso que esta campaña no tendrá nada que ver con ninguna otra. No me controlan los lobbistas. No me controla nadie”. Podía hacer lo que quisiera y lo ha hecho.
Algún medio de referencia ha dicho que su modo de hablar era como una “ensalada de palabras”. Y ha habido analistas que han apuntado “un principio de alzheimer” y han denunciado “un comportamiento errático” para justificar su discurso. Pero George Lakoff no lo cree así. El prestigioso lingüista de Berkeley considera que Trump ha sabido jugar muy bien con las palabras. Una de las claves para seducir a los futuros votantes, según Lakoff, ha sido empezar una frase sabiendo que su público sabría continuarla con el pensamiento. Cuando decía “Hillary Clinton quiere abolir, quiere abolir en esencia...”, el público ya sabía perfectamente lo que venía acto seguido: lo que Clinton quería abolir es la segunda enmienda de la Constitución, el derecho de poseer armas.
Otra de las características de su modo de dirigirse a la concurrencia son las frases breves, oraciones que dejan para el final lo que es importante, el gancho. “Funcionan como versos libres”, dice Barton Swaim, analista del discurso de The Washington Post. Son sentencias breves con ideas básicas y populistas, de charla de café. Con estos recursos, Trump conseguía crear una sensación de proximidad con sus seguidores, establecía un clima familiar: la famosa empatía. Su tono chapucero, machista e insultante, que alejaba aún más a los detractores, reforzaba la complicidad con sus partidarios.
Es cierto que los discursos exhibían un tono fanfarrón y despectivo, y las frases eran entrecortadas, imposibles de reproducir por escrito. Además, siempre se mostraba preocupado, incluso desesperado, porque las cosas no eran como él creía que debían ser, pero lo soltaba con una sonrisa que ayudaba a desdramatizar esa visión apocalíptica y mostraba una brizna de esperanza a sus seguidores. Trump ha hecho la campaña del americano cabreado, pero también la del americano optimista, optimismo que aportaba él mismo al ser quien tenía las soluciones si conseguía llegar a la Casa Blanca.
El discurso populista, formulado sin corrección política, y el aire de sobrado, sin tener en cuenta las consecuencias, han dado la victoria a un hombre con un ego tan desmesurado como las gigantescas letras que forman su apellido en la fachada del rascacielos de Chicago. Ahora se verá si Trump cumple sus promesas o si sólo eran un recurso más para poder sentarse en el despacho oval.
El tono chapucero, machista e insultante de Trump reforzaba la complicidad con sus partidarios