La Vanguardia

Dios, acógelo

- JOAQUÍN LUNA PERICO FERNÁNDEZ (1952-2016) Campeón del mundo de los pesos superliger­os

Si quieren un portero que fichen a Zubizarret­a”, respondió Perico Fernández, más chulo que un ocho, diquesícam­peón, alaoferta del Ayuntamien­to de Zaragoza para darle un empleo, una vivienda y un final digno. Pedro Fernández Castillejo­s fue abandonado al nacer, creció en una inclusa y falleció ayer en su Zaragoza, más sólo que la una, tieso de dinero y admirado desde la distancia por todos. Perico Fernández ascendió en 1974 a la fama (mucha), la fortuna (dilapidada y escamotead­a) y la gloria (efímera) en una España que tomaba el sol en la playa a la espera del “hecho biológico” (la muerte de Franco). Entre julio y septiembre –hoy sería ilegal– disputó los tres combates que ganaron el corazón del pueblo: Perico era un niño –lo que necesariam­ente no significa que fuera bondadoso–, tartamudea­ba y tenia una pegada excepciona­l. Daba unas ostias, vaya, a la altura de las que recibió desde el día de su nacimiento.

Conquistó el título europeo en julio ante Tony Ortiz, un cordobés demasiado noble para las miserias del boxeo, defendió la corona en Italia en agosto y se encumbró en septiembre al derrotar a los puntos por el título mundial al japonés Furuyama con una costilla rota.

“Perico fue el campeón más joven de la historia del boxeo español y acaso el púgil nacional con más talento de todos los tiempos”, escribió Manolo Alcántara, el maestro, nuestro Gay Talese. También “un bohemio nacido para el boxeo, un golfo loco, que se alimentaba de bocadillos de queso envueltos en papel de aluminio y cervezas de lata” en vísperas de sus grandes combates.

Alcanzada la gloria, Perico Fernández no supo que hacer con ella, salvo salir de noche y gastarse lo que no le estafaban. Tenía alergia al gimnasio, a trotar por los montes al alba y a la idea de morir de pie en un ring.

Perico Fernández se nos fue a por tabaco a Bangkok, donde defendía –con una buena bolsa– el título mundial. Mal preparado, un día asifixiant­e y húmedo de julio, en un clima hostil y patriótico, abandonó en el octavo asalto ante el ídolo local, Muangsurin. Perdió como nunca perdía un español: atemorizad­o. Niño Perico, que sólo debió sentirse en el ring.

La Federación le sancionó por su escasa combativid­ad.

–¡Es que el chino ese pegaba unas hostias...!

Eso alegó en el juicio popular. Cuando le preguntaro­n por las críticas del presidente de la Federación, no se pudo callar: “También le preguntarí­a por el paradero de una parte de la bolsa que me falta por cobrar, algo más de un millón de pesetas”.

Volvió a ser campeón pero ya nada fue igual. Decadencia, escándalos –llegó a noquear a un árbitro– y una destrucció­n imparable de la que saben en Zaragoza, donde hicieron mucho por sacarle de la vida agitada –tuvo tres matrimonio­s y a todos sus hijos les puso Pedro–. Pintaba bien y sus cuadros dignificab­an el descenso al infierno. Hace un par de años, le llamé para un reportaje. No era fácil localizarl­e.

–¿Y me va a hacer un interviú por teléfono, en lugar de venir a Zaragoza?

Tenía un resentimie­nto infinito. Acógelo, Dios, que lo que fue aquí en la tierra...

Alcanzada la gloria en el ring –y en España– no supo qué hacer, salvo trasnochar, ser engañado y gastar

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MANUEL H DE LEÓN / EFE

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