La diferencia entre verosímil y cierto
LA política actual nos demuestra que los hechos tienen que ser verosímiles, no resulta necesario que sean ciertos. El Brexit triunfó con argumentos falaces, pero que la gente creyó a pies juntillas. Los propios líderes antieuropeístas reconocieron, tras la victoria en las urnas de los partidarios de salir de la UE, que ni era cierto que el Reino Unido pagara 450 millones de euros a la semana en Bruselas (que según ellos podrían ir a las arcas de la Seguridad Social) ni que la victoria del leave supondría acabar con la inmigración. Algo parecido está ocurriendo en Estados Unidos tras la victoria de Donald Trump, pues su equipo empieza a reconocer que es imposible que Apple puede volver a fabricar móviles o tabletas en el país y que tampoco es posible levantar un muro con México a cuenta de los mexicanos. Pero la mentira forma parte de una cierta cultura de la posmodernidad que engancha.
Aristóteles escribió que el castigo del embustero es no ser creído aun cuando diga la verdad. Pero eso valía para la Grecia clásica. Los tiempos que corren, dominados por los discursos indignados, los tuits del resentimiento y las políticas cortoplacistas, no tienen como contestación la tranquilidad de espíritu, la condena de los mentirosos y la credibilidad de los sensatos. Estamos dispuestos a comprar lo que queremos escuchar, en lugar de atender a los que nos invitan a reflexionar sobre la complejidad. Vivimos en la era del “aquí te pillo, aquí te mato”, lo que es una metáfora. Pero hasta los tropos de ficción somos capaces de tirárnoslos por la cabeza para defender una teoría, aunque no tengamos ninguna certeza de su veracidad.
El mundo no está bien, y tendríamos que hacer un esfuerzo para no perder el juicio. El mentiroso debe ser señalado con el dedo acusador de la integridad. Nada es verdad, por más que lo repitamos mil veces, si se trata de un embuste. Y eso es así aquí, en Londres y en Washington.