La Vanguardia

Niebla y sarcasmo

- Roger Mas R. MAS, músico, su último disco es Irredempt. Hoy actúa en Collbató

La primera canción del primer disco, Suzanne; la primera del segundo, Bird on the wire; la primera del tercero, Avalanche: los buenos empiezan fuertes. Mi primer contacto con las canciones de Leonard Cohen fue la maravillos­a versión de Susanna de 1972 que cierra el Liebeslied de Toti Soler y desde entonces busqué Cohen y lo escuché y escuché hasta ahora, que hace tres semanas que salió su último álbum, You want it darker. Al oír la primera canción me estremecí con aquel “lo quieres más oscuro, matamos la llama” y después con aquel “aquí me tienes” gutural, subgrave, saturado y bíblico.

En las canciones de Cohen hay un dolor insondable, hay un niño que juega con las piezas del puzzle de su inocencia y, por encima de todo, hay un gran deseo que tiene una lucha titánica con el desánimo. Pujols hablaba de la niebla septentrio­nal para referirse a la oscuridad de una manera de ver el mundo que en cierta manera oponía a la nuestra, que está bañada por la luz del mediterrán­eo; y si Sisa se sirve de la ironía, Cohen se servía más bien del sarcasmo para rasgar esta niebla, de manera que la sensación de peso continuaba allí, implacable.

Como Sisa, Cohen era un enfermo de cielo, aficionado a ciertos retiros espiritual­es sui generis, con un universo hecho de melancolía, de desconcier­to, y sobre todo hecho de un anhelo de trascenden­cia no escogido; y si uno se retiró brevemente a Cuixà y cuentan por el Rosselló que salía de noche para hacer el canalla, el otro se retiró a Mount Baldy, un monasterio budista cerca de Los Ángeles, donde no sólo se le permitía fumar y beber sino de donde salía para ir a buscar un buen bistec cuando le parecía.

Leonard Cohen compareció en el circo de la canción prudencial­mente tarde, como Paolo Conte y, como él, intentó cantar más agudo en sus inicios pero afortunada­mente pronto se dio cuenta de que, con los modernos micrófonos, su voz podía decir las canciones de una manera que no se había oído antes. Refinó aquella salmódica manera de cantar, casi litúrgica, mágica, como si fuera siempre un punto fumado, y la convirtió en su gancho para atraparnos. Una manera de cantar que nos conducía por su universo particular como si nos llevara circulando en un travelling sin sacudidas, suave y alargado, montados en un sofá de aquellos que te hundes y te restriegas.

Hay toda una generación de artistas que se nos metieron en casa por el giradiscos y también por la televisión, gente que nos emocionó, que nos hizo soñar y que nos cambió para siempre. Se están marchando en fila. Quién se tenía que pensar que, como Bowie, sería ver el disco publicado y descansar para siempre.

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