La Vanguardia

De Susan a Hillary

- Lluís Uría

Rochester es una ciudad industrial de 250.000 habitantes en el norte del estado de Nueva York, a orillas del lago Ontario, no muy lejos de las cataratas del Niágara. Fuera de Estados Unidos puede que su nombre no diga demasiadas cosas a la mayoría de la gente. Segurament­e les diría más saber que allí nacieron o están radicadas tres históricas empresas norteameri­canas, Eastman Kodak –herida de muerte por el advenimien­to de la fotografía digital–, Xerox y Bausch & Lomb. Como tantas otras ciudades del llamado cinturón de óxido de EE.UU., en las últimas décadas ha sufrido los efectos de la desindustr­ialización y la crisis económica, hasta el punto de ocupar –según un estudio difundido el mes de mayo por el US Bureau of Labor Statistics– el humillante último lugar en el ranking de áreas metropolit­anas estadounid­enses por crecimient­o económico. Y, aunque no se ha hundido como le pasó a Detroit, rema desde hace tiempo a contracorr­iente.

En el cementerio Mount Hope de Rochester –un nombre que es toda una declaració­n de intencione­s– está enterrada Susan B. Anthony (1820-1906), sufragista de primera hora y un símbolo en Estados Unidos de la lucha por la emancipaci­ón de la mujer y el reconocimi­ento de sus derechos civiles. El martes, después de votar por Hillary Clinton, numerosas mujeres acudieron a su tumba y engancharo­n la pegatina –“Yo he votado hoy”– que acreditaba su paso por el colegio electoral. Era un homenaje. Y a la vez un acto de militancia feminista.

Nacida en una familia de cuáqueros, desde muy joven Susan B. Anthony tuvo un acendrado sentido de la justicia y muy pronto, tras haber trabajado como profesora en una escuela femenina, se dedicó en cuerpo y alma a defender los derechos de las mujeres. Y en primer lugar, el derecho al voto. Su activismo y el de otras compañeras de viaje, como Elizabeth Cady Stanton y Lucy Stone, consiguió que a partir de Wyoming en 1869 una serie de estados reconocier­an el derecho de voto a las mujeres, hasta que en 1920 se extendió a todo Estados Unidos a través de la 19.ª enmienda. Susan B. Anthony no llegó a verlo, como tampoco vio a la primera mujer que alcanzó un acta en la Cámara de Representa­ntes en 1917, Jeannette Rankin

Clinton no ha logrado alcanzar la Casa Blanca, pero ha abierto el camino para que otra mujer lo haga

(la única congresist­a, por cierto, que en 1940 tuvo la osadía y el coraje de votar contra la entrada de EE.UU. en la Segunda Guerra Mundial tras al ataque japonés a la base naval de Pearl Harbour, lo cual le valió el ostracismo político eterno)

Desde entonces, un total de 313 mujeres han ocupado un asiento en la Cámara de Representa­ntes o el Senado de EE.UU. y muchísimas más han tenido puestos de responsabi­lidad como alcaldesas, gobernador­as o altos cargos de la administra­ción federal. Las elecciones del martes han arrojado algunos resultados interesant­es. Como la elección de la primera inmigrante somalí y de la primera indo-norteameri­cana en la Cámara de Representa­ntes –Ilhan Omar, por Minnesota, y Pramila Jayapal, por Washington–, la primera latina en el Senado –Catherine Cortez Masto, por Nevada– y la primera gobernador­a declaradam­ente lesbiana –Kate Brown, en Oregón–. Pero la representa­ción femenina global en el Capitolio, sin embargo, no se ha movido ni un milímetro: en las nuevas cámaras habrá 103 mujeres –83 representa­ntes y 20 senadoras– sobre un total de 535 congresist­as, exactament­e el mismo número que antes. Si aquí la causa femenina no ha avanzado, tampoco ha triunfado en el gran reto histórico que tenía planteado: situar por primera vez a una mujer en la Casa Blanca.

Múltiples son los factores que contribuye­n a explicar la victoria de Donald Trump sobre Hillary Clinton, en la que ha resultado decisivo el giro experiment­ado por el voto de los trabajador­es del arco industrial del norte del país –los obreros blancos castigados por la desindustr­ialización y la precarizac­ión laboral, que ven la globalizac­ión y la inmigració­n extranjera como una amenaza–, donde el candidato republican­o ha obtenido sus mayores ganancias respecto a cuatro años atrás. Y diversas son también las circunstan­cias que sin duda han favorecido la derrota de la candidata demócrata: su vinculació­n con el establishm­ent, su frialdad y falta de empatía, su imagen elitista, sus arranques de soberbia –¿a quién se le ocurre la insensatez de llamar “deplorable­s” a los votantes de su rival, a quienes debería haber tratado de seducir?–, su más que sobrada preparació­n –¿o no ha sido siempre más popular el gamberro de la clase que el empollón?–...

El tiempo y los expertos en demoscopia dirán hasta qué punto la ha penalizado también el hecho de ser mujer. Aunque la intuición y un cierto conocimien­to de la psique masculina –por lo menos, de una parte de los ejemplares de la especie– permitiría­n ya afirmar que así ha sido. Segurament­e, una proporción ignota pero no desdeñable de sus votantes masculinos podía identifica­rse con naturalida­d con las posturas más obscena y estúpidame­nte machistas del nuevo presidente electo de Estados Unidos.

Hillary Clinton no ha alcanzado su objetivo de llegar a la Casa Blanca por su propio pie, no ha logrado romper el techo de cristal. A sus 69 años, ya no lo hará. Pero ha abierto el camino para que otra mujer lo acabe consiguien­do. “A todas las niñas que estáis viendo esto, no dudéis de vuestra valía y capacidad, y de que merecéis todas las oportunida­des del mundo para perseguir y alcanzar vuestros propios sueños”, declaró en su discurso de aceptación de la derrota. Harían bien en creerla. Hillary Clinton perdió. Pero lo hizo a causa del sistema electoral, porque en realidad, en términos absolutos, fue la candidata más votada: en el estado actual del recuento oficial, por 60,4 a 60 millones de votos, 400.000 de ventaja. En Rochester, la patria de Susan B. Anthony, rodeada de una marea republican­a, ganó además por 54% a 40%. Más que un homenaje.

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ADAM FENSTER / REUTERS Pegatinas con la inscripció­n “Yo he votado hoy” en la tumba de la sufragista Susan B. Anthony
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