Gracias, don Néstor
Viajero entusiasta, compañero alegre, débil ante las tentaciones de los buenos platos y de los buenos vinos”. Así, si no recuerdo mal, describió Charles Dickens a uno de sus mejores personajes: el orondo Samuel Pickwick. Y Pickwick fue, también, el seudónimo que usó el escritor y periodista Néstor Luján para firmar algunos de sus innumerables artículos. A Luján, hombre de gato persa o tigre de sofá, siempre me lo imagino hablando con Juan Perucho del supuesto duelo que enfrentó a Mauricio de Sajonia y el príncipe de Conti. O discutiendo con Xavier Domingo acerca de Pierre de Lune, cocinero del duque de Rohan, que Luján creía que era aragonés y Domingo, valenciano.
Una de las obligaciones de cualquier periodista, más o menos decente, es no olvidar a quienes le regalaron una entrevista. Y, desde luego, a quienes le regalaron, gracias a su talento, cultura e ironía, una buena entrevista. Estoy hablando, por supuesto, de Néstor Luján, a quien el martes la Acadèmia Catalana de Gastronomia i Nutrició le dedicó un homenaje en el restaurante Via Veneto. Homenaje en cuyos platos estuvieron también presentes los sabores del Hispània y Torre del Remei. Sabores bien contados por Josep Vilella. O sea, que mientras Vilella hablaba, yo veía que Lolita Rexach asentía, Tina Luján recordaba, Anna Ristreto tomaba nota y Rosa Mayordomo pensaba en el maíz. Néstor Luján, extraordinario conversador, tenía la presencia poderosa. Yo lo recuerdo como una carcajada inteligente a punto de estallar. En sus ojos saltones, curiosos, como de gran batracio, se adivinaban todas las sabidurías, todos los muy necesarios escepticismos, las ya mencionadas ironías y esa mala leche responsable, que siempre es necesaria. Su nariz era delicada. Su labio inferior sensual y sin duda experto en sabores y delicadezas. Y su sotabarba era la de un cardenal tolerante, comprensivo, mundano, capaz de competir con aquel Armand-Jean du Plessis de Richelieu, que además de cardenal era duque. Si saco aquí al cardenal francés es porque Néstor Luján lo hizo protagonista en alguna de sus novelas.
Leer a este periodista y escritor era y es sentir la imperiosa necesidad de viajar. Y de comer, cenar y beber vino con la siempre aconsejable moderación. Néstor Luján nos regaló la alegría en unos tiempos sociales y periodísticos que de los correajes, uniformes y miedos por decreto se pasó, poco a poco, a la también mediocridad militante, no importa qué militancia. Todas las militancias son iguales, pero la militancia política es una de las peores. La militancia suele ser profesión de arribistas, de oportunistas. Yo creo que aquella alegría, aquel goce en la cultura que Néstor Luján nos procuraba con sus artículos y libros, fue lo que nunca le perdonaron algunos colegas entonces jóvenes, pero ya grises, tristes y, lo peor, hipócritas, es decir, falsamente comprometidos con los problemas sociales. Ni parias de la Tierra, ni famélica legión, ni adoquines de París, ni leches. Ni Vietnam. Porque hubo quien entonces escribió que había que convertir cada mesa de redacción de diario en un vietnam .O algo así. La valentía de salón –que ha vuelto– es una de las pocas cobardías que no tienen justificación. Pero estábamos con Néstor Luján y con algunos de aquellos comunistas y eurocomunistas, que a veces se definían también cristianos y que lo único que perseguían era el triunfo o la mensualidad, pero sin esfuerzo, sin trabajo, mediante la militancia. Hablo de quienes decían que Néstor Luján era un frívolo. De aquellos tipos mediocres y resentidos ya antes de tiempo y de algunos de sus discípulos, que aún hoy siguen ninguneando a Néstor Luján, quien más sabe es el colega Agustí Pons, que en su día escribió una biografía de nuestro protagonista. El martes, en la mesa que me destinaron, estaba también sentado el colega Pons. Lo observaba y entre la barba, la media melena y las gafas se me antojaba algo así como uno de aquellos abates franceses que colgaron los hábitos y se unieron a la Revolución. Creo que a Néstor Luján le complacería observar la metamorfosis física de uno de sus biógrafos.
El hombre que nos regaló la alegría de vivir dejó escritos buenos remedios. Según Néstor Luján, un oporto viejo es el mejor compañero que una persona civilizada puede encontrar para sobrellevar la soledad. Y Agustí Pons ha escrito que Luján tenía un fondo trágico. Como si sintiera la obligación de estar alegre y no caer en la desesperación. Creo, colega Pons, que a eso se le llama inteligencia. Sobre todo cuando a uno lo han nacido en esta península nuestra, que es más envidiosa que ibérica.