El caso del perrito Spot
Como nunca he tenido perro, no podía imaginar que fueran un problema cuando una pareja se separa o se divorcia. Creía que pasaba lo mismo que con el resto de cosas de la casa: estos libros me los quedo yo, esos otros tú, las butacas son tuyas, la mesa es para mí y el perro para ti. Pero, claro, un perro no es “una cosa”, una pieza más del mobiliario, y la gente proyecta sentimientos y les otorga características casi humanas hasta considerarlos “uno más de la familia”, de forma que de ningún modo se desharían de ellos. Incluso hay quien les atribuye las mismas convicciones ideológicas de su familia, como demuestra un hecho que leí hace años no sé donde: en Berlín hay (o había) dos cementerios para perros; uno para los perros protestantes y el otro para los perros católicos. Y cuando los perros (o los gatos) pasan a mejor vida, sus dueños quedan en un estado de desconsuelo que a menudo va acompañado de lágrimas y la decisión de nunca más tener otro para no volver a pasar por la tragedia. Porque la vida de un perro es más corta que la de una persona y, por lo tanto, es más probable que muera él antes que tú. El excepcional columnista Miles Kington murió el 2008 a consecuencia de un cáncer de páncreas. Su última recopilación de artículos reúne los que escribió en The Independent a partir del momento en el que le dijeron que su cáncer era terminal. En la portada, una foto de su perro, con mirada neutra y la cabeza decantada, y el título del libro: How shall I tell the dog? (¿Cómo se lo diré a mi perro?)
Retomemos el hilo inicial. ¿Cómo se soluciona el caso de las parejas que se separan o se divorcian y ambos miembros dicen que quieren quedárselo? En Roma se ha celebrado ahora un juicio para decidir quién se queda uno, de nombre Spot. Se trata de una pareja heterosexual que, tras tres años viviendo juntos, decidieron separarse. Después de deliberaciones y pruebas, el juez ha decidido que, en ausencia de normas específicas sobre estos casos, los dos tengan la custodia compartida, igual que se hace con los hijos menores. Spot vivirá seis meses con él y seis meses con ella, “con la facultad, por la parte que durante seis meses no lo tiene, de poder irlo a ver y de tenerlo dos días a la semana, incluso seguidos y comprendida la noche”. Ha establecido que la comida, las curas médicas y “lo que pueda ser necesario para el bienestar del perro” tienen que pagarlo a medias, él y ella.
Yo habría optado por una solución al estilo Salomón, cuando el buen rey se encontró con dos mujeres que afirmaban ser la madre del mismo bebé. Lo adaptaría así: “Partid al perro y dad la mitad a uno y la otra mitad al otro”. Lo lógico sería pensar que, a diferencia de la historia bíblica, ambos cónyuges protestarían. Pero quizá no. Quizá sólo protestaría uno, que diría que renuncia a tener al perro pero que, por favor, no lo partan por la mitad. Mientras, el otro quizá se lo miraría con frialdad porque, de hecho, el afecto que dice tener por el perro no es más que una forma de putear al otro.
“Tenemos que hablar”, dice uno de los cónyuges; responde el otro: “Vale, pero el perro me lo quedo yo”