Complejos democráticos
Kepa Aulestia denuncia la crisis de valores políticos que lleva a la proliferación de gestos vacíos de sentido democrático: “En buena medida la fragmentación del espectro partidario es un reflejo tardío de la atomización social anterior, gestada durante los años 80 del siglo XX. Pero nunca hasta ahora la dificultad de articular mayorías estables había apuntado a una crisis de representación. La contestación social tiende a alejarse de los cauces centrales y de consenso que han dominado la escena pública”.
Las democracias están viéndose impugnadas en la última década y media por su incapacidad para asegurar la igualdad de oportunidades, la integración social, la diversidad cultural y religiosa, la identidad nacional y la defensa de lo propio frente a la globalización. Podríamos añadir aun más causas que interpelan al sistema de libertades. La perplejidad ante los cambios, la resistencia o incapacidad para adecuar la democracia representativa a las nuevas demandas sociales no obedecen únicamente al anquilosamiento del sistema y a su naturaleza partitocrática. Ocurre que cada una de las objeciones se orienta en sentido distinto a las demás, a veces de manera totalmente divergente. De modo que el cuestionamiento del sistema aturde a la hora de encontrar soluciones, y la dispersión de “vectores de exigencia” neutraliza la disposición de los responsables políticos para atender simultáneamente reclamaciones tan contradictorias.
Las dificultades para extender a los países árabes y a los musulmanes el paradigma del Estado de derecho pluralista y garantista cuestionaron la universalidad del ideal democrático. Los problemas para la integración de la comunidad islámica europea en un espacio de libertades sin excepción han contribuido a que la conciencia democrática bascule entre el pretendido supremacismo de la ley y el orden y la manifiesta incapacidad del sistema para desactivar el fundamentalismo. La intervención bélica sobre Irak evidenciaría, en su fiasco, que los valores del pluralismo están diseñados sólo para Occidente. El desenlace final de las primaveras árabes vendría a confirmar eso mismo. Las formas empleadas impugnarían el fondo, la universalidad de los principios democráticos: la libertad de conciencia, el sufragio universal y la igualdad en derechos sin exclusiones. Pensando así es como las democracias acaban entrampadas en sus propios complejos.
Las democracias europeas limitan al este con el autoritarismo y al sur con el integrismo. Pero ha sido el ascenso de los populismos en su seno lo que ha acabado desnortando a las formaciones que venían turnándose en el poder gubernamental durante décadas. En buena medida la fragmentación del espectro partidario es un reflejo tardío de la atomización social anterior, gestada durante los años 80 del siglo XX. Pero nunca hasta ahora la dificultad de articular mayorías estables había apuntado a una crisis de representación. La contestación social tiende a alejarse de los cauces centrales y de consenso que han dominado la escena pública. Es significativo que las protestas contra la elección de Donald Trump para la presidencia de Estados Unidos recurran a los mismos lemas utilizados contra los gobiernos convencionales: no es nuestro presidente, no nos representan. Sería paradójico que el próximo inquilino de la Casa Blanca fuese blanco de una corriente de deslegitimación del “embalse” que ahora ocupa él y que pretendía achicar.
El descontento social es un aluvión de reproches, críticas y desafecciones que provienen de muchos puntos diferentes y se dirigen a otros tantos también distintos, formando una tupida malla que entrampa a la propia democracia –a sus actores– porque no sabe por dónde tirar. Es lo que está ocurriendo en nuestro país con las primarias en los partidos, que a veces propician un caudillismo demediado. O con la proliferación de consultas que se pretenden convocar a escala local sobre cuestiones nimias aunque polémicas, porque los consistorios prefieren dar apariencias participativas en lo que no importa mientras se cuidan muy mucho de dar cuenta de lo relevante. Ocurre con la elusiva actitud institucional respecto de la venida de los refugiados, alegando que Europa no se decide a hacer otra cosa. Y ahora pasará con la noticia de que el proyecto de tratado con EE.UU. queda en vía muerta, como si los quebraderos de cabeza que nos causaba su opaca negociación fuesen peores que el proteccionismo norteamericano. Incluso con la sublimación del derecho a decidir por parte del soberanismo a la búsqueda de que un referéndum nos libre de todos los males.
La democracia se entrampa cuando se avergüenza de ser representativa, cuando llega a pensar que podría haber un sistema mejor, cuando concluye acomplejada que sus principios no son universales porque no se ve capaz de hacerse realidad en todos los rincones del mundo. Es entonces cuando se achica, como el embalse que pretende trasvasar Trump, y acaba encerrándose en sí misma, imposibilitada para regenerarse. Los mercaderes toman el templo por la cobardía de sus custodios. La demagogia cerca las instituciones para hacerse con ellas, no lo olvidemos.
La democracia se entrampa cuando se avergüenza de ser representativa o piensa que podría haber un sistema mejor