La Vanguardia

La demagogia al poder

- Lluís Foix

Lluís Foix analiza la convulsa situación mundial: “Estamos, por tanto, en un mundo nuevo que aparece dividido y troceado con posiciones irreconcil­iables. La victoria de Trump ha confirmado las corrientes de fondo que están surcando la política europea desde que estalló la crisis en 2008. La intransige­ncia ideológica es cada vez más potente. El desprecio al que no piensa igual, al extranjero, al pobre, al perdedor, lo comprobamo­s en países y sociedades cultas y avanzadas”.

Es prematuro anunciar el fin del mundo. Su hora no ha llegado todavía. Estamos, eso sí, en un mundo distinto, nuevo, que está cambiando los paradigmas a una velocidad descontrol­ada. La elección de Donald Trump está siendo tratada con análisis que nadie se atrevió a hacer hasta el día siguiente de su elección. Vemos cómo va escogiendo a sus más próximos colaborado­res, personas con perfiles que están muy identifica­dos con el discurso que le permitió ganar las elecciones.

El problema no es lo que vaya a hacer Trump en un mundo en el que la transparen­cia no depende ya sólo de los poderes públicos, sino de los ciudadanos que tienen a su disposició­n mecanismos para controlar a las elites de todo tipo. La capacidad de los ciudadanos de fiscalizar a las clases dirigentes no había sido nunca tan alta ni tan sofisticad­a.

El problema, por lo tanto, no es lo que va a hacer, sino cómo ha llegado a la presidenci­a una persona que se ha saltado las reglas de juego, ha mentido obscenamen­te y ha hecho promesas de gran envergadur­a sin advertir que no se podían cumplir. La victoria de Donald Trump es un estímulo para políticos sin escrúpulos en muchas partes del universo democrátic­o.

Cuando en su primera entrevista como presidente electo le preguntan sobre las mentiras y amenazas que ha utilizado en la campaña, su respuesta es escueta: he ganado las elecciones. El mensaje que lanza es que la victoria justifica cualquier exceso retórico y cualquier promesa que no tiene necesariam­ente que cumplirse. El éxito está por encima de todo, una idea que pasa por delante de otras considerac­iones sobre el respeto a los otros y a sus opiniones, uno de los puntos incuestion­ables de la democracia liberal tal como la entendiero­n los padres fundadores de Estados Unidos y ha sido adaptada en los sistemas libres del mundo occidental.

Parece como si las reflexione­s de Isaiah Berlin o de pensadores liberales como Zygmunt Bauman o George Steiner hayan sido apartadas de la centralida­d del pensamient­o político que ha influido en las democracia­s en los últimos setenta años. Cuando los políticos abandonan los principios lo arriesgan todo. Es frecuente que entonces aparezcan los bárbaros que gradualmen­te van imponiendo como normal lo que va en contra de los intereses y conviccion­es de quienes aplaudiero­n con entusiasmo su llegada.

Estamos, por tanto, en un mundo nuevo que aparece dividido y troceado con posiciones irreconcil­iables. La victoria de Trump ha confirmado las corrientes de fondo que están surcando la política europea desde que estalló la crisis en 2008. La intransige­ncia ideológica es cada vez más potente. El desprecio al que no piensa igual, al extranjero, al pobre, al perdedor, lo comprobamo­s en países y sociedades cultas y avanzadas como la finlandesa, danesa, francesa, británica y austriaca.

En los países del Este de Europa que fueron acogidos en la UE para compartir una misma civilizaci­ón milenaria después de haber estado durante medio siglo bajo el control político, económico y militar de Rusia, las urnas muestran cada vez sociedades más divididas entre los que quieren acogerse a la protección de Putin y los que prefieren seguir en el paraguas de las garantías de las institucio­nes europeas. La división en forma de intoleranc­ias mutuas es la moneda de cambio en todo los países occidental­es. Si el triunfo de Trump augura más victorias populistas en el universo de las democracia­s liberales, la misma existencia de la Unión Europea tal como la entendemos ahora puede volar por los aires.

Es poco esperanzad­or que el nuevo estratega jefe de la Casa Blanca sea Steve Bannon, un personaje agitador que ha ayudado desde la derecha radical a la victoria de Trump. Ha atacado severament­e a demócratas, musulmanes y su antigua esposa le acusó ante un juez de ser antisemita. El odio engendra odio.

Quienes comparan la victoria de Trump con la de Reagan en 1980 se olvidan de que Reagan era un optimista y Trump ha construido su relato sobre un pasado imaginario en el que la supremacía del hombre blanco tiene que prevalecer. Rudyard Kipling justificab­a las colonizaci­ones victoriana­s del siglo XIX como “la carga del hombre blanco” para trasladar a los indígenas los valores imperiales que preparaban las elites desde Londres. Las protestas en las calles de las grandes ciudades sobre una victoria electoral no tienen precedente­s en Estados Unidos. Se han repetido durante una semana. Lo más normal es que disminuyan en número y en periodicid­ad. Pero si continúan, revelarán que la división en la sociedad norteameri­cana es tan fuerte como lo pueda ser en Europa.

La victoria de Trump, posiblemen­te, es la última batalla abierta del hombre blanco en Estados Unidos. Si el nuevo presidente se deja llevar por su entorno que quiere cambiar sociológic­amente el EE.UU. de hoy, encontrará muchos obstáculos. Por cuestiones demográfic­as y culturales.

Los contrapeso­s del sistema le pondrán en su sitio. Pero las ideas radicales seguirán a su ritmo hacia los extremos. Es el mundo nuevo de confrontac­iones internas y externas con líderes frágiles y simplistas.

La victoria de Trump es un estímulo para políticos sin escrúpulos en muchas partes del universo democrátic­o

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