Lo que el triunfo de Trump revela
Qué es lo más urgente después del sorpresivo triunfo electoral de Trump? En mi opinión, no es tratar de adivinar las consecuencias económicas y políticas de las hipotéticas decisiones que vaya a adoptar la nueva administración norteamericana. Para esto ya habrá tiempo, una vez vayamos conociendo cuáles son esas decisiones. Lo urgente ahora es tratar de comprender las causas de su triunfo y sacar lecciones adecuadas. Especialmente en Europa.
Supongo que a muchos de ustedes les habrá pasado lo mismo que a mí el miércoles. Mi familia y muchos amigos no dejaban de enviar mensajes desde primera hora. No podían entender cómo un personaje intelectualmente deshonesto, misógino, racista, demagogo, autoritario y fascista no había pagado ningún precio político por esas actitudes deleznables.
He de decir que para mí no fue del todo sorpresivo. En un artículo publicado en esta misma sección después del referéndum británico confesaba mi temor a nuevos Brexits. Es decir, otros intentos de salir de un orden económico y político que muchos ciudadanos ven como lesivo para sus condiciones de vida y para su futuro. Un sistema que los abandona a su suerte (“Los otros Brexits”, 27/VII/2016). Había habido ya algunas señales en las elecciones previas que se habían celebrado en Europa desde el inicio de la segunda recesión en el 2011, entre ellas las catalanas. Pero, sin duda, el Brexit primero y ahora el triunfo de Trump es una señal de alarma máxima.
Por cierto, el Brexit y las elecciones norteamericanas nos enseñan que, cuando los ciudadanos se enfrentan a una decisión bipolar (sí o no; líder Ao B), el resultado es más radical que en unas elecciones multipartido. En Europa tenemos a la vista elecciones bipolares de este tipo: el referéndum italiano del 4 de diciembre y las presidenciales francesas del próximo año.
¿Qué hacer? El riesgo es demonizar a Trump y no entender qué ha hecho posible su triunfo. Muchos ciudadanos no han votado al personaje misógino, autoritario y racista, sino al que hablaba de los problemas que les preocupan, agobian y les hacen sentirse abandonados. Aunque no hubiese sido Trump, habrían votado a un candidato antisistema, populista.
¿Qué nos deja ver, entonces, el triunfo de Trump? Que el malestar social existente en nuestras sociedades es mucho más amplio, intenso, duradero y políticamente perturbador de lo que hasta ahora pensábamos. Un malestar cuya causa es, a la vez, simple y compleja.
Simple, porque su raíz está en la pérdida de ingresos que desde los años ochenta –no sólo desde la crisis– han venido experimentando las clases medias y trabajadoras de las sociedades desarrolladas. Un reciente informe del McKinsey Global Institute señala que entre el 65% y el 70% de los hogares de los países avanzados han sufrido una fuerte caída de ingresos. Y que si las cosas no cambian, esa caída seguirá en la próxima década (Poorer than their parents? Flat or falling incomes in avanced economies, mayo del 2016). La pobreza y la desigualdad aumentarán.
Compleja, porque las motivaciones son variadas. Los mapas electorales del Brexit y de los votantes de Trump muestran que no han sido únicamente los que más han padecido la caídas de salarios y el desempleo los que votaron esas opciones. También lo hicieron muchos pensionistas y personas acomodadas. Este apoyo ha sido mayor en las zonas que más han sufrido los efectos de la desindustrialización y de la inmigración asociada a la globalización y al cosmopolitismo dogmático dominante desde los años ochenta. Hay, por tanto, raíces culturales detrás del Brexit y de Trump.
Pero, en todo caso, la desigualdad es un fenómeno de profundas consecuencias sociales, políticas y sistémicas. Sociales, porque seca el pegamento que toda sociedad necesita para funcionar armoniosamente. Políticas, porque fagocita el centro político y la democracia se polariza, con riesgo de quiebra. Y sistémicas, porque asesina al capitalismo inclusivo. Aun así, el pesimismo está sobrevalorado. No es probable que el cielo se nos venga encima. Pero, paradójicamente, son los organismos internacionales –el G-20, el FMI, la OCDE– y la Comisión Europea los que alimentan el pesimismo. Se muestran preocupados por la creciente desigualdad y sus efectos políticos, pero no hacen nada para reducirlo. Al contrario, lo estimulan con sus políticas erróneas, como la austeridad. Mientras, los líderes populistas ofrecen un contrato social que cuestiona la globalización y el cosmopolitismo y gana apoyos.
Les aseguro que en el pensamiento económico producido en los últimos años hay propuestas para hacer frente a esta situación. Propuestas que, por un lado, buscan mantener un orden económico abierto y, por otro, poner en marcha políticas internas que afronten el malestar social. Pero el conocimiento no es poder. Hace falta acción desde el centro político.
Muchos no han votado al personaje misógino, autoritario y racista, sino al que hablaba de los problemas que les agobian