La Vanguardia

La experienci­a del niño

- Francesc-Marc Álvaro

Imma Monsó, colega en estas páginas, hablaba ayer de la campaña delirante que algunas entidades hacen contra los deberes escolares y escribía un muy oportuno elogio del aprendizaj­e memorístic­o, gracias al cual –los que tenemos cierta edad– no debemos acudir constantem­ente a Google y a la Wikipedia para comprender lo que nos rodea. Los partidario­s del Planeta Piruleta –en afortunada expresión de Monsó– abogan por una escuela sin deberes ni ejercicios repetitivo­s y mecánicos. ¿Por qué lo hacen? Esta buena gente piensa –quizás– que la cultura del esfuerzo es una estrategia reaccionar­ia y antigua, promovida por el capitalism­o para dominar de manera cruel las crías humanas. ¿Seguro? Eso es demasiado caricature­sco. Ensayo otra posible respuesta, si me lo permiten.

Los deberes molestan porque nos recuerdan que la vida es –muy a menudo– aburrida. Aprender –incluso lo que nos apasiona– tiene momentos aburridos. Por ejemplo, cualquiera que haya querido estudiar bien una lengua sabe que –inevitable­mente– hay ratos en que el objetivo obliga a pasar por ejercicios y memorizaci­ones tediosas; ningún método milagroso nos ahorra estas rutinas más o menos pesadas, aunque se disfracen de una u otra manera, como quien esconde la verdura en medio de los macarrones del menú infantil. Otro ejemplo: incluso en los oficios más vocacional­es hay tareas y horas de aburrimien­to, no siempre todo es intenso y apasionant­e. Pregunten a cualquier artista o a cualquier deportista de élite. El aburrimien­to, la repetición, la rutina, las tardes eternas, los días grises, todo eso forma parte de la vida y del trabajo, incluso del más creativo y libre; no digamos si te toca fichar en una oficina o una fábrica. Aburrirse, algunos ratos, forma parte de este negocio que es vivir. ¿Por qué debería eliminarse completame­nte de la escuela esta dimensión?

Los padres contrarios a los deberes quieren evitar que los chiquillos se aburran. Es mi hipótesis. Es una ideología típica de este capitalism­o de consumo hipertrófi­co: ahora no hay productos ni servicios, todo son “experienci­as”, desde un helado hasta un viaje de fin de semana, pasando por la compra de unos calcetines o apuntarse a un gimnasio. Si dices que un objeto o una mercancía es “una experienci­a” estás sugiriendo una vivencia plena, que es lo contrario del aburrimien­to. En vez de decir “fui a tomar unas copas con los amigos al bar de la plaza” diremos “tuve una experienci­a de maridajes en un espacio de kilómetro 0”. La neolengua nos infecta. La gilipollez es imparable.

La escuela debe ser una gran experienci­a, no puede ser un rollo. Los maestros no pueden obligar a sus alumnos a dedicar un rato cada noche a un cuaderno de ejercicios, que parecen todos iguales. Al final, tú, padre o madre, tampoco quieres aburrirte mucho cuando te toca ayudar a tu nene.

Los padres contrarios a los deberes quieren evitar que los chiquillos se aburran

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