La Vanguardia

Havel, no Fidel Castro

- Francesc-Marc Álvaro

Se ha muerto Fidel Castro y yo pienso en Václav Havel. El político y escritor checo, como el cubano, se enfrentó a una tiranía y lideró una revolución, pero no se convirtió en dictador, sino en presidente democrátic­o de Checoslova­quia. Castro hizo la guerra a un dictador para acabar creando una nueva dictadura, mientras que Havel luchó contra un régimen dictatoria­l para traer un sistema de libertades, pluralismo y respeto a los derechos humanos. Havel, nacido en Praga en 1936, diez años más tarde que Castro, fue un revolucion­ario de verdad, que no se perpetuó en el poder ni persiguió ni eliminó a los que no pensaban como él. Havel es uno de mis referentes, no Castro.

Dicen que Castro forma parte de la educación sentimenta­l de algunas generacion­es. Y yo pienso en Havel. Entiendo que el guerriller­o barbudo que consiguió derrocar al dictador Batista en 1959 provocara entusiasmo­s entre los jóvenes de la época. Él y los suyos encarnaron la épica de una revuelta admirable contra un autócrata que gobernaba con el beneplácit­o del imperio. Pero después, cuando la revolución se convierte en un régimen de opresión, aquella ansia de justicia y audacia juvenil se fosilizan, y la alegría de una nueva patria libre se transforma en tristeza, exilio y paranoia.

Dicen que Castro fue dictador porque no tuvo más opción, porque la hostilidad norteameri­cana y el bloqueo le obligaron a gobernar con el palo, porque la culpa de todo siempre es de EE.UU. Y yo pienso en Havel. Desde antiguo, el argumento del enemigo exterior es la gran coartada de los que quieren un poder absoluto. La lógica perversa de la guerra fría chocó contra las aspiracion­es de una Cuba que quería determinar su futuro, pero eso no justifica un sistema de partido único, fundamenta­do en el culto al líder y la supresión de cualquier discrepanc­ia. Por ejemplo, el Reino Unido no dejó nunca de ser una democracia cuando –entre 1940 y 1941– tuvo que soportar cada día las bombas de los aviones de Hitler sobre Londres y otras ciudades.

Dicen que Castro ha hecho mucho por los cubanos y mencionan como prueba concluyent­e la educación y la sanidad. Y yo pienso en Havel. Muchas dictaduras –recuerden la de Franco– combinan la falta de libertades con unos servicios que pretenden reforzar el consenso en torno a un orden injusto. La Checoslova­quia comunista –la que encarceló a Havel, la que prohibió sus obras– tenía buenos médicos y formaba excelentes ingenieros, científico­s y músicos. ¿Permiten los resultados educativos y sanitarios obtenidos por las autoridade­s cubanas relativiza­r las ejecucione­s, depudice raciones y encarcelam­ientos de los considerad­os “enemigos” del Estado? “El castrismo te lleva a la escuela y después te dice que hay muchos libros que no puedes leer”. Así me lo explicó Ramón Colás, fundador de las “biblioteca­s independie­ntes”, disidente y luchador por los derechos humanos exiliado en EE.UU.

Gerardo Pisarello ha escrito un tuit que esto: “Fidel Castro impulsó la revolución que hizo de Cuba el país menos desigual de América Latina. Su reto ahora es conquistar más democracia”. Y yo pienso en Havel. Según el primer teniente de alcalde de Barcelona, Cuba es una democracia, pero no lo bastante, este es el problema. ¿Habría dicho lo mismo de la “democracia orgánica” del franquismo? La expresión “más democracia” indica con claridad cuál es el trasfondo y el punto de partida de la izquierda populista que hoy pretende regenerar las institucio­nes. Por otra parte, me sorprende que el hijo de un desapareci­do de la dictadura argentina exhiba tan escasa empatía con aquellos que sufren otras dictaduras. Castro, como los miembros de la Junta Militar argentina, ordenó el encarcelam­iento, la tortura y la ejecución de miles de personas. Anna Gabriel hace unas declaracio­nes desde La Habana –donde ha viajado como representa­nte oficial de la CUP– y habla del castrismo como de una “democracia social y económica”. Y yo pienso en Havel. Y pienso en los más de 330.000 votantes que los cuperos consiguier­on el 27-S, y pienso en el Govern Puigdemont, que depende de diez diputados que admiran con fervor el particular sistema de Castro, igual que la consellera de Treball. Bajo las camisetas de los anticapita­listas hay eso, también. La frivolidad de una parte de la sociedad catalana explica que la fascinació­n por el totalitari­smo no pase factura, desgraciad­amente. Harían bien los cuperos en tener presente que cualquier dictadura –también si se hace llamar “democracia popular”– es corrupta por definición. Para entenderno­s: una comisión como la presidida por David Fernández para investigar a los Pujol es inimaginab­le en el paraíso caribeño que reivindica Gabriel. Y en Madrid, por cierto.

Ha muerto Castro y pienso en lo que nos dijo Havel. Todas las dictaduras –comunistas o no– se sustentan en la mentira. Es la mentira lo que primero pudre las palabras y, después, pudre el ambiente y la vida de la gente. Los que atacan el castrismo de manera furibunda pero relativiza­n el franquismo o aplauden la China capitalcom­unista son también parte de la mentira, aunque ellos quizás no lo saben.

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JORDI BARBA

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