La Vanguardia

La ciudad del alma

- Jaume V. Aroca

Cuando éramos niños, en Sant Adrià el mar amanecía verde, amarillo, rojo. Todo dependía del color que aquel día fabricaban en la Shervin Williams, una empresa de pinturas. A principios de los años ochenta la Corporació Metropolit­ana de Barcelona (CMB) construyó un colector –el colector de Llevant– que intercepta­ba los vertidos de las fábricas al mar. Gracias a aquel artefacto de pronto descubrimo­s que nuestro litoral también podía estar limpio, que la suciedad no era consustanc­ial al hecho de ocupar un lugar periférico en el mapa. Y descubrimo­s que había una administra­ción pública que se encargaba de la gran fontanería, una herramient­a imprescind­ible aunque insuficien­te por sí sola, para que nuestras vidas fuesen algo mejores.

Deben de haber pasado más de treinta años de aquel gran acontecimi­ento. La CMB –liquidada por Pujol– acabó convertida en una administra­ción gris y espesa, tal vez porque, con el tiempo, que el agua de la playa estuviese limpia o las cloacas no se desbordara­n nos empezó a parecer de lo más normal. Ya no había ninguna emoción en que las cosas funcionase­n bien. Al área metropolit­ana le faltaba un alma y tal vez la cultura compartida y redistribu­ida sea el mejor modo de superar ese tono gris del lampista público. Bien por la idea: si compartimo­s mercado de trabajo, compartimo­s polución, compartimo­s amigos y compartimo­s problemas urbanos, ¿por qué privarnos de compartir nuestras produccion­es teatrales, nuestros museos, grupos de música y danza? Mírenlo de otro modo: cualquier recién llegado a Barcelona no tendría el menor reparo en ir al teatro Sagarra de Santa Coloma o al Tecla Sala de l’Hospitalet si merece la pena. Nosotros aún guardamos el viejo mapa de los lindes municipale­s. Se acabó: mueran las fronteras.

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