La ciudad del alma
Cuando éramos niños, en Sant Adrià el mar amanecía verde, amarillo, rojo. Todo dependía del color que aquel día fabricaban en la Shervin Williams, una empresa de pinturas. A principios de los años ochenta la Corporació Metropolitana de Barcelona (CMB) construyó un colector –el colector de Llevant– que interceptaba los vertidos de las fábricas al mar. Gracias a aquel artefacto de pronto descubrimos que nuestro litoral también podía estar limpio, que la suciedad no era consustancial al hecho de ocupar un lugar periférico en el mapa. Y descubrimos que había una administración pública que se encargaba de la gran fontanería, una herramienta imprescindible aunque insuficiente por sí sola, para que nuestras vidas fuesen algo mejores.
Deben de haber pasado más de treinta años de aquel gran acontecimiento. La CMB –liquidada por Pujol– acabó convertida en una administración gris y espesa, tal vez porque, con el tiempo, que el agua de la playa estuviese limpia o las cloacas no se desbordaran nos empezó a parecer de lo más normal. Ya no había ninguna emoción en que las cosas funcionasen bien. Al área metropolitana le faltaba un alma y tal vez la cultura compartida y redistribuida sea el mejor modo de superar ese tono gris del lampista público. Bien por la idea: si compartimos mercado de trabajo, compartimos polución, compartimos amigos y compartimos problemas urbanos, ¿por qué privarnos de compartir nuestras producciones teatrales, nuestros museos, grupos de música y danza? Mírenlo de otro modo: cualquier recién llegado a Barcelona no tendría el menor reparo en ir al teatro Sagarra de Santa Coloma o al Tecla Sala de l’Hospitalet si merece la pena. Nosotros aún guardamos el viejo mapa de los lindes municipales. Se acabó: mueran las fronteras.