El factor humano
Las causas del accidente de avión en Colombia, que pudo haberse evitado; y el relevo en la presidencia de Banco Popular.
LOS niveles de seguridad del transporte aéreo no son óptimos, pero sí elevados. Actualmente, se produce un accidente grave cada 2,4 millones de vuelos. La siniestralidad en carretera es mucho más alta: un accidente grave cada 350.000 desplazamientos. Aun así, la perspectiva de un vuelo inquieta sobremanera a muchos ciudadanos. El hecho de efectuarse en un medio que no es el terrestre incrementa esa inquietud. Y la abona también saber que las catástrofes aéreas, a menudo, arrojan un balance sin supervivientes.
El sector de la aviación comercial registra cada año alrededor de una docena de catástrofes. Algunas de ellas tienen un eco relativo en la prensa occidental. Si no presentan características especialmente llamativas –el vuelo de Germanwings que partió de Barcelona y fue estrellado voluntariamente por su copiloto contra los Alpes en el 2015; el avión de Malaysia Airlines derribado un año antes sobre Ucrania–, duran poco en la memoria del gran público. Otras, por el contrario, generan tremenda conmoción social. Por ejemplo, la del vuelo Lamia 933, que se estrelló en la noche del lunes a sólo 16 kilómetros de su aeropuerto de destino en Medellín (Colombia). Este vuelo transportaba al equipo de fútbol brasileño Chapecoense, una formación modesta que acudía a disputar la final de la Copa Sudamericana, tras una meritoria campaña deportiva. Un total de 71 pasajeros fallecieron en esta tragedia.
Este tipo de percances causan, como decíamos, gran impacto popular. No únicamente por la juventud de sus víctimas. También por los lazos muy estrechos que unen a los futbolistas con sus hinchadas. Hay precedentes del mismo tenor que permanecen en el recuerdo popular pasados muchos años: entre ellos, la catástrofe en la que perdió la vida el equipo de fútbol conocido como Il Grande Torino en 1949. O la que acabó con los jugadores del Manchester United en 1958.
La catástrofe del vuelo Lamia 933 a Medellín pertenece a este tipo de accidentes de gran repercusión. Primero, por las características de su pasaje. Pero también, y en medida superior según se van conociendo detalles del siniestro, por los motivos que presumiblemente lo provocaron. Si en primera instancia se atribuyó a una avería eléctrica, luego ha ido ganando peso la hipótesis de que el avión se cayó, simple y llanamente, porque se le acabó el combustible. Ello podría deberse a una fuga. Pero, también, a una decisión humana, la del piloto, que podría haber decidido apurar y llegar con el mínimo de combustible, una práctica no excepcional en determinadas compañías. Varios hechos apoyan esta posibilidad. Por ejemplo, que el avión no estallara ni se incendiara. Y, sobre todo, el hecho de que el piloto tuviera intereses en la propiedad de la aerolínea, lo cual quizás condicionara sus decisiones.
Las aeronaves suelen someterse a estrictos y continuos controles de seguridad. Es incomprensible que todos esos desvelos queden sin efecto por una mera decisión humana, a todas luces insensata. Por tanto, hacen muy bien las autoridades en suspender las operaciones de la compañía siniestrada, y también en suspender a cuantos funcionarios de Aviación Civil han tenido relación con el percance. Al menos, hasta que se aclaren hasta el menor detalle sus causas. Y es imperativo que la legislación que obliga a cargar un suplemento de combustible para hacer frente a imprevistos se haga cumplir a rajatabla. Nos puede ir la vida en ello.