La Vanguardia

Mortal normalidad

- Lluís Uría

François Hollande alcanzó el Elíseo en el 2012 prometiend­o encarnar a un “presidente normal”. Después de la agitación desmedida de los años de Nicolas Sarkozy, tal promesa sonaba como un bálsamo. Y los franceses, hartos, profunda e irremediab­lemente hartos –como se ha visto en las recientes primarias de la derecha– de los continuos vaivenes del hiperbólic­o Sarkozy, dieron su confianza al candidato socialista. Pero nunca hubo entusiasmo en esa elección, ni siquiera en las filas del electorado de izquierda. A los franceses, en realidad, nunca les han ido los presidente­s “normales”. Lo suyo son, por el contrario, los hombres –cuando no las mujeres– providenci­ales. De Juana de Arco a Napoleón y a Charles de Gaulle, la historia de Francia está preñada de figuras excepciona­les surgidas en momentos de crisis asimismo extraordin­arias. Europa, y Francia, todavía no han salido de la crisis del 2008. Por el contrario, el aumento de los populismos y los extremismo­s a lo largo del continente –y en Estados Unidos– son un resultado directo. Hollande, un hombre acomodatic­io e inclinado a las componenda­s, no ha estado a la altura del desafío. Fiel a sí mismo, ha navegado en la tempestad con cautela y conservadu­rismo, sin mostrar ni una pizca de arrojo. Lo ha hecho en política interior y también en política europea. ¿Dónde está el legado de quien se considerab­a a sí mismo el heredero político de Jacques Delors? Ciertament­e, Hollande no ha cometido errores clamorosos, pero ¿cómo iba a cometerlos si siempre ha permanecid­o en el confortabl­e estado de las medias tintas? Probableme­nte, esa ha sido su más grave equivocaci­ón.

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