Posverdades hispánicas
El soberanismo alienta una posverdad catalana en que los hechos pesan menos que la emoción
La posverdad (post-truth). Esta es la palabra del año. Define las circunstancias en las que los hechos influyen menos en la formación de la opinión pública que las apelaciones a la emoción y las creencias personales. Se trata de un palabro que se ha ido forjando en la última década, alimentado por un ciclo económico recesivo que ha dado alas al populismo, pero que ha adquirido carta de naturaleza con las victorias del Brexit y de Trump. El periodismo tiene su parte de responsabilidad: importa más lo que se piensa que lo que pasa. Se imponen unos formatos cada vez más simples, emotivos y espectaculares, que son la argamasa de las modernas catedrales emocionales. La última de ellas se está construyendo con Castro, un vil bellaco o un santo laico, sin término medio.
Existen también las posverdades hispánicas. Ya me referí a ellas en mi análisis El trumpismo en campaña (31/V/2016), donde decía que hay un trumpismo a la española, de baja intensidad, pero que ha dado buenos réditos electorales. Lo ha practicado Mariano Rajoy desde la campaña de las generales del 2011 –todo aquello que dijo que no haría en materia fiscal, de pensiones y de reforma laboral fue lo que después acabó haciendo– y lo siguió practicando antes del 26-J cuando prometió otra rebaja fiscal, pero se guardó una carta en la manga dirigida a Juncker: “En la segunda mitad del año, una vez que haya un nuevo Gobierno, estamos dispuestos a adoptar nuevas medidas”.
En esta posverdad española tiene también su lugar la posverdad catalana. La alumbró la tormenta perfecta, en expresión del president Montilla, que representó la sentencia del TC contra el Estatut (junio del 2010) y la crisis económica (septiembre del 2008). Previamente, el soberanismo había ido acuñando nuevos conceptos –derecho a decidir por derecho a la autodeterminación, consulta por referéndum...–, pero es la suma de aquellos dos factores la que dio como resultado el auge exponencial del independentismo. No digo que el independentismo político fuese un populismo, pero afirmo que su eclosión electoral se inscribe en el auge de los populismos de distinto signo y bandera: dar respuestas simples a problemas complejos. El resultado es un país dividido en dos mitades, empatado consigo mismo. Esta es la clave de su éxito y también el factor de su fracaso.
La consulta del 9-N del 2014 fue un ejercicio de movilización del independentismo, pero sin un debate entre posiciones contrapuestas y sin una junta electoral que velara por la neutralidad. Las plebiscitarias del 27-S dieron como resultado ese país empatado consigo. Para salir del callejón sin salida, como la calle del 9 de Noviembre de Montoliu de Lleida, hay que rehacer el contrato social y buscar mayorías más amplias. Mientras tanto, Puigdemont, Junqueras, Mas y compañía alimentan la posverdad catalana, aquella en la que los hechos pesan menos que la emoción y las creencias personales. Valga una frase del president Mas en la inauguración de la calle del 9-N: “No es que no tenga salida. Es que no tiene entrada, y la razón es que hemos tapiado la entrada a nuestros adversarios y damos la salida a nuestras libertades”. Una posverdad a la catalana manera.