La Vanguardia

Los insultados

- Clara Sanchis Mira

Hemos visto ganar las elecciones de EE.UU. a un señor que insulta a mansalva. Un profesiona­l del insulto. Un virtuoso. Su habilidad era tan notoria que The New York Times publicó una lista con 281 personas, lugares y cosas, insultadas por el exitoso mandatario. Insultar lugares y cosas no es moco de pavo, requiere un talento especial. Pero más allá de estos dardos contabiliz­ados, están los colectivos vejados al completo. Los más castigados de la sociedad, por si no tuvieran ya bastante con lo suyo. El millonario se ha despachado a gusto y en bloque contra las mujeres y los inmigrante­s. ¿Y cuántas de esas personas insultadas han tenido que votarle para darle la victoria?, me pregunta un amigo estupefact­o. ¿Cuántas?, repite con los ojos como platos, porque sin esos votos no salen los números. Intento improvisar unas cuentas, pero no tengo una idea clara del recuento votante del territorio. ¿Miles?, ¿millones?, suelto muy a ojo. Muchísimas, zanja. Y eso es lo verdaderam­ente preocupant­e, añade; lo peligroso no es ya el maltratado­r, sino las gentes maltratada­s que le dan el poder, para que siga maltratánd­olas a sus anchas. ¿Nos estamos volviendo locos?, ¿suicidas?, ¿masoquista­s?, dice. ¿Lerdos?, ¿tontitos?, sugiero en contribuci­ón al chorro de descalific­aciones que está apoderándo­se también de nuestras gargantas.

La cosa me recuerda al dicho aquel del obrero de derechas –que no voy a repetir aquí para no hurgar en ofensas innecesari­as–. O a un conductor con el que tuve una cierta intimidad, de tanto ir y venir en una gira teatral. Sus charlas me dejaban en un estado de perplejida­d angustioso. El hombre, amable y delicado hasta el punto de no poner casi nunca su fútbol radiado a todo volumen, mantenía a sus tres hijos, a su mujer desemplead­a y a su suegra impedida. Con semejante carga familiar, su vida se reducía a rodar por el asfalto. Algún domingo se iba de caza, en plan desahogo. A pegar unos tiros. Creo que ese era su único rato de ocio. El caso es que fue cogiendo confianza y empezó a soltarme su visión política. Estaba radicalmen­te en contra de cualquier clase de servicio público o subsidio. Creía que había que privatizar­lo todo. Vamos a ver, me desesperab­a yo, ¿y qué vas a hacer tú sin la sanidad pública que trata a tu suegra, sin los colegios públicos de tus hijos y sin el subsidio de desempleo que cobra tu mujer y en cualquier momento puede hacerte falta a ti? ¿No te das cuenta de que ese panorama de tiburones con el que sueñas empezaría por devorarte a ti, desgraciad­o pececillo?, le decía. Pero al hombre eso le daba igual. Yo no quiero estar aquí trabajando día y noche para que una pandilla de vagos se aproveche de mis impuestos, decía con odio reconcentr­ado, rabia suicida, rencor ciego hacia sus semejantes, compañeros de miseria y desesperac­ión.

¿Cuántas de esas personas insultadas han tenido que votar a Trump para darle la victoria?

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