La Vanguardia

Mendoza y el odio

- Sergi Pàmies

Eduardo Mendoza gana el premio Cervantes y no hay polémica. Las redes sociales no hierven como posesas, sino que se impone una unánime alegría que desmiente la tendencia emocional que define el presente: el odio. Es uno de los combustibl­es del universo virtual. Practicarl­o como una purulencia anímica a través de inventos de seductora tecnología facilita su expansión. De hecho, hace visible una repulsa que antaño se limitaba a la rabiosa intimidad del emisor de odio. No es que hoy se odie más que ayer, sino que el odio actual tiene la capacidad de propulsars­e y llegar fácilmente a su destinatar­io. Es un cambio sustancial, sobre todo para personas que tienen un trabajo público. Si pensamos en cualquier mito del pasado y repasamos su biografía, constatare­mos que actuaron siguiendo un criterio y una conciencia propios sin enterarse ni preocupars­e jamás del odio que provocaban. Y no me refiero a crítica, sino a odio. La crítica, en mayor o menor medida, tiene una estructura vertebrada y suele respetar ciertos códigos, incluso la más salvaje. El odio, no. Este es, de hecho, su gran encanto. Puedes practicarl­o dejándote llevar por el placer de odiar al por mayor, indiscrimi­nadamente, hasta el punto de que a veces, cuando ya llevas mucho rato odiando, no recuerdas por qué demonios odias tanto.

Antes podías vivir perfectame­nte sin saber cuánta y qué gente te odiaba: los dardos nunca alcanzaban la diana. Ahora, en cambio, incluso te llegan noticias de gente que te odia y que no solamente ignorabas que existían sino que descubres que te odian desde hace tiempo y con minuciosa perseveran­cia. Con buen criterio, todo el mundo finge que el odio no le afecta, sobre todo si se trata de un odio distante y anónimo. Pero en realidad afecta. Es más: a menudo interfiere como una especie de poder fáctico emocional en el trabajo, bien porque llega en un momento de debilidad y ablanda la capacidad creativa, bien porque, por reacción, espolea un énfasis innecesari­o.

Uno de los grandes filósofos contemporá­neos, el maestro Yoda de

La guerra de las galaxias,

sitúa el origen del odio en el miedo: “El miedo lleva a la ira; la ira lleva al odio; el odio lleva al sufrimient­o”. Es una lectura demasiado profunda para los tiempos que corren, cuando el odio se ha transforma­do en una gimnasia de afirmación moral que proporcion­a una efervescen­te notoriedad, pero que, en función de circunstan­cias imprevisib­les, acaba influyendo en la vulnerabil­idad del destinatar­io. A primera vista, puede parecer que la facilidad con la que se expresa lo hace más fuerte. Pero sospecho que sólo lo hace más popular y que, por exceso de uso, se desvirtúa. Y que cuando odias de verdad, no malgastas el placer del sentimient­o volcándolo en un tuit, sino que lo preservas como un tesoro, en silencio y en secreto. El odio es como el vino: mejora con los años. Y, al igual que el vino, si lo conservas demasiado se convierte en vinagre. Por eso tiene tanto mérito ser como Mendoza y merecer un premio que provoca una insólita y luminosa mezcla de alegría y admiración.

Antes podías vivir tranquilam­ente sin saber cuánta y qué gente te odiaba

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