Mendoza y el odio
Eduardo Mendoza gana el premio Cervantes y no hay polémica. Las redes sociales no hierven como posesas, sino que se impone una unánime alegría que desmiente la tendencia emocional que define el presente: el odio. Es uno de los combustibles del universo virtual. Practicarlo como una purulencia anímica a través de inventos de seductora tecnología facilita su expansión. De hecho, hace visible una repulsa que antaño se limitaba a la rabiosa intimidad del emisor de odio. No es que hoy se odie más que ayer, sino que el odio actual tiene la capacidad de propulsarse y llegar fácilmente a su destinatario. Es un cambio sustancial, sobre todo para personas que tienen un trabajo público. Si pensamos en cualquier mito del pasado y repasamos su biografía, constataremos que actuaron siguiendo un criterio y una conciencia propios sin enterarse ni preocuparse jamás del odio que provocaban. Y no me refiero a crítica, sino a odio. La crítica, en mayor o menor medida, tiene una estructura vertebrada y suele respetar ciertos códigos, incluso la más salvaje. El odio, no. Este es, de hecho, su gran encanto. Puedes practicarlo dejándote llevar por el placer de odiar al por mayor, indiscriminadamente, hasta el punto de que a veces, cuando ya llevas mucho rato odiando, no recuerdas por qué demonios odias tanto.
Antes podías vivir perfectamente sin saber cuánta y qué gente te odiaba: los dardos nunca alcanzaban la diana. Ahora, en cambio, incluso te llegan noticias de gente que te odia y que no solamente ignorabas que existían sino que descubres que te odian desde hace tiempo y con minuciosa perseverancia. Con buen criterio, todo el mundo finge que el odio no le afecta, sobre todo si se trata de un odio distante y anónimo. Pero en realidad afecta. Es más: a menudo interfiere como una especie de poder fáctico emocional en el trabajo, bien porque llega en un momento de debilidad y ablanda la capacidad creativa, bien porque, por reacción, espolea un énfasis innecesario.
Uno de los grandes filósofos contemporáneos, el maestro Yoda de
La guerra de las galaxias,
sitúa el origen del odio en el miedo: “El miedo lleva a la ira; la ira lleva al odio; el odio lleva al sufrimiento”. Es una lectura demasiado profunda para los tiempos que corren, cuando el odio se ha transformado en una gimnasia de afirmación moral que proporciona una efervescente notoriedad, pero que, en función de circunstancias imprevisibles, acaba influyendo en la vulnerabilidad del destinatario. A primera vista, puede parecer que la facilidad con la que se expresa lo hace más fuerte. Pero sospecho que sólo lo hace más popular y que, por exceso de uso, se desvirtúa. Y que cuando odias de verdad, no malgastas el placer del sentimiento volcándolo en un tuit, sino que lo preservas como un tesoro, en silencio y en secreto. El odio es como el vino: mejora con los años. Y, al igual que el vino, si lo conservas demasiado se convierte en vinagre. Por eso tiene tanto mérito ser como Mendoza y merecer un premio que provoca una insólita y luminosa mezcla de alegría y admiración.
Antes podías vivir tranquilamente sin saber cuánta y qué gente te odiaba