El ojo del que mira
Hay un momento en este melodrama sugerente y triste –sutil exploración del alma de una mujer en la encrucijada– en que la trama avanza por tres caminos paralelos. Primero, el presente en la picota de Susan (Amy Adams). El segundo: la memoria. Dolorosos recuerdos de cuando era una joven dividida entre lo que quería ser y lo que iba a ser en realidad: fría y calculadora.
Y luego el horror, el horror sin paliativos. El horror es la tercera vereda –la más llamativa– por la que transita este segundo filme del diseñador. Aplicado estudioso del cine, uno reconoce en estos Animales
nocturnos de Tom Ford el suspense de Hitchcock, el melodrama de Douglas Sirk e incluso las pesadillas ponzoñosas de David Lynch. Sin olvidar tampoco el etéreo y artificial mundo de colores vivos y personajes esquemáticos de Almodóvar. Las influencias están ahí, pero el resultado es singular y único, y uno se queda, como forma más destacada del filme, con el horror y su corolario más temible: la venganza.
En ese momento en que Susan (Adams), rica, fría y elegante, instalada en el mundo del arte de Los Ángeles, derrama más, muchas más lágrimas por los deseos conseguidos que por los sueños insatisfechos. Un día llega a sus manos un manuscrito firmado por su primer marido, Edward (Jake Gyllenhaal), y la lectura de la novela desencadena, por un lado, el horror del que antes hablamos, donde se descubre una tragedia tremenda y mucho dolor acumulado. Y por otra, los recuerdo en forma de flashbacks antes citados. Gyllenhaal es también el sufrido protagonista del sangriento drama de la novela, que seguimos como ella, en la pantalla, y esa repetición, los ecos entre unos y otros personajes, ilumina, en buena medida, el sentido de todo.
Animales nocturnos es la adaptación de Tres noches (Salamandra) de Austin Wright. Un drama enriquecido por el encontronazo de las tramas. Juego de espejos de reflejos torcidos. Caricaturesco en la elegancia, especialmente en el tramo de Los Ángeles, artificial y frío. Seco y realista en el resto. Duro, por supuesto. De premio. Donde la belleza última, como el drama, está en el ojo del que mira.