La presión como enemigo del alma

LA meta es la línea de llegada, pero también puede ser un punto de partida. Sir Edmund Hillary era un apicultor a quien el coronel Hunt tentó para su expedición al Everest y, cuando alcanzó la cima, siguió poniéndose retos, como cruzar la Antártida o bajar por el Ganges. El éxito es, a veces, como un imán que nos atrae con fuerza inusitada. Hay personajes que sólo entienden la vida como una encadenación de desafíos para conocer los límites propios. En ocasiones, se descubre individuos que no saben vivir sin ponerse permanentemente a prueba, lo que resulta una manera de cauterizar insatisfacciones. George Bernard Shaw decía: “Dale al hombre metas que alcanzar y no se detendrá a pensar sobre si es o no feliz”.

Nico Rosberg se coronó por primera vez campeón del mundo de fórmula 1 hace menos de una semana y ayer anunció su retirada de la competición. Consiguió el título en un agónico final en Abu Dabi y, tras celebrarlo con su familia y cumplir con los compromisos de los patrocinadores, sorprendió a todos anunciando que ponía fin a su carrera a los 31 años, a pesar de tener contrato en vigor con Mercedes. Lo comunicó con estas palabras: “Después de pasarme 25 años corriendo, mi sueño de proclamarme campeón se ha hecho realidad. He escalado esa montaña y ahora estoy en la cima”.

Seguramente, Rosberg ha intentado durante todo este tiempo demostrar a su padre (que obtuvo el mismo título en 1982), pero sobre todo a sí mismo, que también podía tocar el cielo con la punta de los dedos. Pero no ha sido fácil y estuvo a punto de ver como su sueño se esfumaba en las últimas vueltas. A veces, la presión es el cuarto enemigo del alma. Y aunque no sea un deshonor no conseguir algo sino no poner los medios para ello (Séneca), una meta puede llegar a ser la peor de las obsesiones, el más inquietante de los desasosiegos. Por eso, a veces, cuando se alcanza, a la gente le entran ganas de silbar o de desandar el camino seguido.