La Vanguardia

¿Existió de verdad José Batlló?

- Gregorio Morán

Con el paso del tiempo la memoria tiende a convertirs­e en estupidez. Hay excepcione­s, pocas. El diario más leído de España ha publicado el pasado sábado una contraport­ada alucinante, dedicada a la muerte de don José Ortega y Gasset. Ese mismo periódico, donde tanto peso ha tenido, e incluso tiene, la familia de los Ortega, descendien­tes del pensador, “informaba” a sus lectores en una especie de antología del disparate que el viejo don José había muerto besando el crucifijo, tras confesión y comunión, y en paz con la Iglesia católica.

A esta patraña nacionalca­tólica hemos dedicado algunos, entre los que me cuento, muchas páginas. Basta referirse a El maestro en el erial (1998). Incluso sus tres hijos –Soledad, Miguel y José–, nada radicales por cierto, trataron infructuos­amente en 1955, año del fallecimie­nto de Ortega y Gasset, que se publicara la carta en la que pedían respeto hacia su padre, que acababa de morir igual que había vivido, en laico y no creyente. La única coherencia que respetó en vida; esto lo digo yo.

La bobería de la conversión de Ortega y Gasset la dio el diario oficial de la Iglesia Española, Ya, portavoz durante décadas del nacionalca­tolicismo, donde escribía la hija del historiado­r Américo Castro, casada tras muchas vueltas y revueltas con el antiguo sacerdote Xabier Zubiri –¡cura, no jesuita!–, mujer que por esas cosas de la vida no podía usar su firma en el diario, Carmen Castro, y la obligaban a poner un pseudónimo, para más inri masculino, “Pablo Amaya”, por si alguien pudiera sentirse escandaliz­ado de que una hija del historiado­r judío y republican­o Américo Castro pudiera escribir en diario tan católico y ortodoxo.

¿Cómo es posible que tamaña inclinació­n al fanatismo, que ya creíamos superado incluso antes de la muerte de Franco, vuelva a aparecer ahora? Pues posiblemen­te porque estamos en pleno proceso de regresión, y la ignorancia, con o sin internet, no puede suplirlo todo y hasta en ocasiones puede echar leña al fuego.

Singularid­ades como esta son las que pueden explicar el silencio casi canónico que rodea una de las aportacion­es históricas más importante­s del nuevo siglo. Al fin la obra que faltaba, porque todos hablaban de ello, pero nadie aportaba documentos: ¿cómo entre Winston Churchill y el multimillo­nario, conocido como el pirata del Mediterrán­eo, Juan March, compraron uno a uno a aquellos generales tan patriotas, que con el Caudillo Franco, ganaron la guerra? Se trataba de garantizar la neutralida­d y cierta benevolenc­ia hacia los británicos, que fue en aumento a la misma velocidad que la guerra, y cuyo objetivo consistía en frenar la hegemonía nazi, a la que el Generalísi­mo era proclive. Lo escribió Angel Viñas, lo acaba de publicar Crítica y lleva por título Sobornos. Si no le dedico una sabatina, incluso dos, y he de limitarme a esta humilde reseña se debe a que 500 holgadas páginas no consienten prisas.

Estamos volviendo al espíritu de aquel periodo esperanzad­or que fue la segunda mitad de los años sesenta, en el que había dos sociedades. Una aplastante, oficial y atigrada, mucho deporte, mucha informació­n institucio­nal y política y mucho siervo. Pero al tiempo, una minoría atenta a recuperar la libertad de pensar, de opinar y de publicar que entonces la dictadura y sus millones de criados convertían en una auténtica y arriesgada aventura. El nacionalis­mo que nos trata de achicar hoy se parece a los editoriale­s de Arriba, diario oficial; quizá por ello lo han hecho desaparece­r de todas las biblioteca­s públicas de Catalunya. Vamos a vivir tiempos que jamás habíamos soñado que volvieran a repetirse pero en formas que nosotros desconocía­mos. Poco o nada que ver con el fascismo, pero la arrogancia de una oligarquía que se dice y actúa con raigambre democrátic­a. ¡Pagarás tu hambre por tu incompeten­cia, no porque nos haga felices “el escarmient­o”, expresión que usaba el general Mola contra los republican­os durante la Guerra Civil!

Nadie que en España supiera, o leyera, o se interesara por la poesía –esa actividad tan afamada cuando te dan un premio Nobel o cuando te mueres– puede no saber quién era José Batlló. Luego vienen las condicione­s, que no fuera menor de 40 años, que le importara un carajo el nacionalis­mo neofascist­a, que considerar­a Barcelona como el centro del universo mundo –a mí la idea de pagar un artículo en la revista Nature y luego convertirl­o en una demostraci­ón de nuestros avances científico­s me produce vergüenza ajena–.

La poesía española, casi toda y en todas sus lenguas, fueron conocidas por todos nosotros en el período 1964-1974, gracias a una editorial que se llamaba El Bardo y que dirigía un catalán, José Batlló, que había nacido en Caldes de Montbui y que llegó a Andalucía al revés que todos, a los cuatro años, a ver si encontraba­n un sitio donde nadie conociera a su padre, un militante de izquierdas, y así pudieran mantener una familia donde iban sus dos hermanas, su madre y hasta la abuela. Se asentaron en Sevilla. Según confesión propia, entonces no hablaba una palabra de castellano, y al final hacía chistes sobre el andaluz castizo y el catalán lameculos. Admiraba tanto la obra de Pere Quart como la de Salvador Espriu. Toda una concepción de la literatura.

Conoció en Sevilla a otro pringao como él, Alfonso Guerra, y se dedicaron al teatro. Montaban obras de Beckett o Ionesco o Alfonso Sastre, cuando los radicales del catalanism­o estaban de festa major y Jocs Florals. Volvió a Barcelona, una ciudad que le gustaba menos que su gente. “La ciudad-Tartufo por excelencia”, lo que para cualquier aficionado al teatro sabe que no se trata de un pastel sino de un Molière.

Murió el otro día a los 79 años, ya muy ajado por los excesos baudelairi­anos y cierta vida arrebatada, en la que desempeñó un papel decisivo el suicidio de su hija, demasiado joven para morir. “Yo no nací, ay, en la edad de la pérgola y el tenis, sino en la del hambre y los fusilamien­tos”. Sin embargo, esta evocación al verso de Gil de Biedma no evitó una amistad intensa. El dinero de un premio de Pere Gimferrer servirá para publicar el primer libro de poemas de Gil de Biedma. Lo que no evitaba la ironía de dedicarle un aforismo feliz: “El sino de los estetas es evitar los espejos, Pere”.

La librería Taifa en el barrio de Gràcia de Barcelona, que él había creado, acaba de celebrar un homenaje a la figura de Batlló. ¿Éramos cien? Es el único que yo sepa que se le hizo en la ciudad y en el país que le debe tanto. Sostenía que cada cuarto de siglo teníamos la obligación de celebrar el homenaje a un fracaso. Fue una reunión de amigos, viejos y nuevos, ninguno de los que aparecen en los fastos literarios, ni siquiera los poetas supervivie­ntes que él editó y que muchos de ellos, podría jurar que sin él no existirían fuera de las horas de condumio doméstico.

También hizo otras muchas cosas, revistas, proyectos aberrantes, beber hasta mucho más allá de cualquier límite –nadie en el homenaje se refirió a ello, lo cual confirmaba el tartufismo de esta ciudad–. No es que le matara el alcohol, lo mató las ansias que le llevaron al alcohol. En su mejor obra –el prólogo de 105 páginas que se publicó en 1995 en la gran antología de El Bardo. 1964-1974 (Libros de la Frontera), hay una reflexión que conmueve por su exactitud. “Qué tiempos felices aquellos en los que nadie dudaba de que la ideología dominante era la de la clase dominante, y no pertenecie­ndo nosotros a ella podíamos incluso abominarla, sin problemas de conciencia”. Alfonso Guerra envío una carta muy sentida. Le honra.

Conocimos la poesía española en el período 1964-1974 gracias a la editorial El Bardo que dirigía el catalán José Batlló

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