Baroja y la gente
Acomienzos de los ochenta caí en cama por una enfermedad de niño que no pasé a su debido tiempo y que multiplica su gravedad si se padece cumplidos los primeros años. Un día, al inicio de mi recuperación, cogí un libro cualquiera para distraerme. Era La venta de Mirambel, de Pío Baroja, una de las entregas de las Memorias de un hombre de acción, que el novelista vasco dedicó a su paisano Eugenio de Avinareta. Ya lo había leído y lo abrí por la mitad. Pasé largo rato con él. Al cerrarlo, me pregunté por qué un libro de Baroja puede leerse comenzando por cualquier parte y prescindiendo de la acción que narra. La respuesta es que, más allá del argumento, lo que dice Baroja interesa, acertado o no, ajustado o desmesurado, por ser su visión personal de un paisaje, de un acontecimiento histórico o de un personaje, reflejados con lenguaje funcional, permanente desgarro y una punta de fatalismo teñido de mala uva. No sucede lo mismo con todos los autores. Este verano, tras leer un artículo del profesor Sorozábal, en el que daba cuenta de su relectura estival de varios Episodios nacionales de Pérez Galdós, intenté hacer lo mismo adentrándome en la tercera serie de esta obra. No logré terminar el primer volumen. La trama me pareció irrelevante y la narración aburrida. Los libros de Baroja son como notas, quizá deslavazadas, tomadas del natural; los Episodios de Galdós –dejo al margen sus novelas– son como dibujos inventados y, por eso mismo, de segunda mano. Decía Baroja –y lo cuenta Andrés Trapiello– que Galdós “escribía a los secretarios de ayuntamiento pidiéndoles información sobre la localidad en vez de tomar un tren y recabar por sí mismo tales datos”.
La independencia de Baroja tenía una raíz profunda: no creía en nada. Era un relativista. “Yo soy un relativista, como quien dice, absoluto, y la política –escribe– no me interesa nada: lo único que me pasa con ella es que me repele”. Por eso, su país ideal era muy concreto: “Un país limpio, agradable, sin moscas, sin frailes, sin carabineros”. Era independiente pero con ideas, a las que se adhería con firmeza inmune al paso tiempo y con cierta ferocidad. Por eso dividía a las personas en dos grupos: los que tenían ideas y los que carecían de ellas. Las suyas no las escondía: “Yo he sido siempre un liberal radical, individualista y anarquista. Primero, enemigo de la Iglesia, después del Estado”. Pero sus ideas quedaban neutralizadas por el fatalismo: “Nuestra España es una e indivisible en su adustez, en su pequeñez y en su roña”. Lo que nos lleva a la razón profunda de esta actitud: su desconfianza en la gente. La idea que Baroja tenía del género humano no era optimista: “Si la gente se conociera de verdad, creo que vendría al mundo un pesimismo terrible”. Baroja no cree en los grandes ideales, que se le antojan espejismos. De hecho, juzga al hombre como un ser sin sentido, como un existencialista avant la lettre.
Si hoy comparto con usted, lector, esta modesta excursión barojiana, no es para conmemorar el sesenta aniversario de la muerte del autor, en octubre de 1956. Si vuelvo a Baroja es por su acerba y negativa percepción del género humano. Y no porque la comparta. Pienso que una sociedad funciona no por la excelencia de sus constituciones, leyes, reglamentos y ordenanzas, sino porque son muchos más los buenos que los malos, entendiendo por buenos a los que observan las lealtades animales (con los padres, con el marido o la mujer y con los hijos), los que trabajan sus horas con discreción y aseo, los que pagan sus deudas y los que, sin alcanzar para con los demás la cima de la misericordia, si llegan, cuando la realidad lo exige, a los aledaños de la compasión. Pero también es cierto que algunos episodios de la reciente vida española me han dejado la penosa impresión de que muchos de nuestros conciudadanos no es que sean hienas, sino aprovechados, ventajistas, cobardes y carroñeros, con olvido además escandaloso de la máxima evangélica de que quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Estos jóvenes políticos que, como Poncio Pilatos en su peor momento, se lavan sus manos, aún vacías, y abandonan a un viejo compañero en trance lacerante. Estos alevines de estadista que disparan ad hominem para apuntarse una muesca en el revólver y aparecer como innovadores justicieros ante una sociedad ávida. Y estos periodistas que, bajo los más variados pretextos –la información “a fondo” y sin complejos, la pesquisa sociológica o el humor desinhibido–, convierten la información en un puro espectáculo destinado a suministrar “casquería” diversa para consumo de paladares estragados.
Pero los peores no son, ni de lejos, estos políticos o periodistas, que, al menos, dan la cara. Los peores son estos ciudadanos que aprovechan el anonimato de la red para verter en esta lo peor de sí mismos. Son cobardes, miserables, estériles o impotentes. Puro deshecho de tienta. Esperemos que su misma miseria moral les circunscriba dentro de una minoría electoralmente irrelevante. Es cuestión de salud pública.
Los peores son estos ciudadanos que aprovechan el anonimato de la red para verter en ella lo peor de sí mismos