La Vanguardia

“Vi a niños disputar la basura a las alimañas: sólo podía actuar”

- LLUÍS AMIGUET

Tengo 68 años, pero no me los creo: juego al fútbol. Nací en Argentina: mi padre, albañil, nos enseñó a sus 8 hijos a compartir. Josep Maldonado me ha dado el premio Esport Solidari Internacio­nal. Messi nos ayuda a pagar los campos de fútbol en el basurero de Madagascar donde hemos construido un pueblo

Mis padres eran católicos eslovenos y huyeron del comunismo a Argentina y allí en Buenos Aires tuvieron ocho hijos; yo era el segundo.

¿De qué vivía su padre?

Era un gran albañil. Y a los ocho años me hizo un inmenso favor: me puso la paleta en la mano: “Hijo, vas a tener la oportunida­d de ayudar a tus hermanos... ¡Vas a trabajar conmigo!”.

¿Y le dejó a usted sin colegio?

Me ayudó a demostrarm­e a mí mismo que podía estudiar y ayudar a mis hermanos. A los 14 años, yo ya era buen albañil y fuimos a los Andes a construir casas para los mapuches.

¿Sin cobrar?

Eran hermanos y les ayudamos a ayudarse. Fue maravillos­o: me sentí inmensamen­te fuerte, útil y capaz con sólo 14 años. Gracias, padre.

¿El resto de la familia iba al colegio?

Y aprendíamo­s mucho en casa, además. La sencillez nos unía: lo compartíam­os todo y nos sobraba para dar a los que tenían menos. Así aprendí lo liberador que es compartir.

Parece que usted fue muy feliz.

Salí de aquella casa con una enorme fuerza interior y a los 17 años yo leía sólo el Evangelio y me gustó Jesús. Decía la verdad y no tenía miedo a denunciar las injusticia­s. Se la jugaba por los insignific­antes, los pobres, los olvidados...

¿Qué hizo entonces?

Viajé por Argelia, Marruecos, París, donde estudiaría, España, Italia, Alemania... Trabajaba en todas partes para pagarme comida y cama, si la había. Y también viví un año en Harlem.

Vacaciones del todo no lo parecen.

Ingresé en la comunidad de los más pobres, San Vicente de Paúl. Entonces apenas había argentinos pobres y me enviaron a Madagascar.

Una de las rentas más bajas del mundo.

Pero no quería llegar allí ya como cura blanco ordenado, sino conocerlo antes como un joven más, sin autoridad. Y me fui a jugar al fútbol.

Excolonia francesa: son futboleros.

Jugaba con los chavales a las dos de la tarde bajo el sol tropical. Veían al blanco abrazarlos sudando tras meter un gol. El deporte une. Pasé un año así y volví a París para estudiar Teología.

Veo que seguía estudiando y trabajando.

Volví ordenado a la parroquia donde jugaba al fútbol y me vitorearon cuando les dije: “Esta casa es suya –y me quité el reloj– cuando quieran para lo que quieran”. Estuve 13 años con ellos, cada día a las seis de la mañana, misa; les acompañaba en la muerte, allí presente a diario, como en cada bautizo y en toda su vida, que viven con una intensidad que aquí hemos olvidado.

¿Aguantaba usted físicament­e?

Bebía su café con su agua y comía su comida... durante 13 años. Y un día no me podía levantar: tenía siete parásitos diferentes. Me moría.

Ya lo había usted dado todo: podía volver.

Pedí el traslado, pero insistiero­n en que me quedara y me enviaron al seminario de la capital. Y acepté por cuatro años. A los seminarist­as les dije que no debían esperar a ordenarse para ponerse a trabajar con los pobres...

...Que en Madagascar son muy pobres.

Así di con el vertedero. Y allí vi nada más llegar a niños de tres, cuatro añitos, peleándose con los perros y las alimañas por un trozo de basura podrida. Y lloré. En aquel momento me quedé sin derecho a hablar; sólo tenía derecho a actuar. Aquella noche me arrodillé en mi cama y pedí a Dios que hiciéramos algo por esos niños.

¿Qué hizo usted?

Hablé con los jefes del basurero en su chabola, de 1,30 m, hecha de plástico y cartones, y les dije que íbamos a sacar a sus hijos de la basura. Y ellos me miraron como a un marciano.

¿Por qué?

Porque no parecía otro político que prometía y se iba. Y fundamos Akamasoa (los buenos amigos, en malgache). Y trabajamos juntos y hablamos mucho: miles de horas de charla.

¿Qué decidieron?

Un código legal: no robar; llevar a los niños a la escuela; no insultar; y trabajar. Fundamos canteras, una escuela de albañilerí­a, carpinterí­a, herrería, bordados... Tres campos de fútbol, cinco canchas de baloncesto. Hemos hecho un pueblo de 25.000 habitantes con alcantaril­lado, agua corriente, electricid­ad... ¡Nosotros!

¿Sobre el basurero?

¡Con nuestras manos! ¡Día a día! Hemos plantado miles de árboles, levantado casas y 15 escuelas, facultad de Pedagogía e Informátic­a...

Parece un milagro.

Lo es: es la fuerza de los amigos. Un día nos quisieron robar una banda con kalashniko­vs y empezó a llegar la gente del barrio silbando, dando palmas... De pronto, éramos cientos, miles... ¡y los echamos! Se arrugaron al ver llegar a miles de vecinos que les plantaban cara.

Esa es una buena policía.

Hoy me piden trabajo, y tenemos, pero nos hace falta dinero. A veces voy a la cantera a picar y me echan: “¡Váyase a pedir dinero a Europa, padre, y déjenos trabajar!”. Y aquí me tiene.

¿Dónde lo ha pedido?

Pido en Francia; en Roma; en Europa tienen y pueden. Y aquí en Barcelona fui al Barça: a Messi, Mascherano y Bartomeu. Les pedí que nos ayudaran a mantener los campos de fútbol.

Seguro que echan una mano.

Mire, yo tengo colaborado­ras –¡decenas!– médicas, enfermeras, y les dejo cheques firmados en blanco para lo que haga falta. Y nunca jamás –jamás– faltó un euro. ¿Cree que tengo derecho a volver con las manos vacías?

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XAVIER GÓMEZ

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