El chef que no se atrevía a vestir la chaquetilla
EL COCINERO DONOSTIARRA, QUE ACABA DE CONSEGUIR LA TERCERA ESTRELLA EN EL RESTAURANTE BARCELONÉS LASARTE, DESVELA QUÉ ES LO MÁS IMPORTANTE EN SU VIDA Y CÓMO HA ALCANZADO EL ÉXITO SIN DEJAR DE TOCAR CON LOS PIES AL SUELO
“José Ignacio Gabilondo era un gran carnicero que le transmitió el oficio y la pasión a mi padre”
“Toda la vida he tenido una lucha interna: que aquellos chefs que admiraba un día me admirasen”
El domingo pasado, tras una semana intensa en la que obtuvo la tercera estrella Michelin para el Lasarte barcelonés, Martín Berasategui se levantó a las seis y media de la mañana, como tantos días, y salió a caminar con sus amigos de siempre. Fueron desde Lasarte, donde se encuentra el restaurante que lleva su nombre (triestrellado desde hace 16 años) hasta Donosti.
A la vuelta, aún emocionado por tantas muestras de cariño, el chef confesaba que es tan sensible que las cosas le afectan sobremanera: “Lo importante en la vida son las personas y yo lo doy todo. Me gusta ayudar a quienes trabajan a mi lado y sufro lo que nadie sabe cuando en la cocina se ha tratado de dividir”. Estos días, más que nunca, le vienen a la memoria viejos capítulos de su niñez. “Como cualquier chaval travieso, aprendí a falsificar la firma de mi padre, porque nos llamábamos igual. Y esa firma es la que aparece estampada en los platos de mis restaurantes”. Es su homenaje, explicaba, igual que el nombre que le puso a su restaurante en Euskadi, a un hombre que le enseñó el valor del esfuerzo. Para Berasategui, que de niño fue Martintxo, Martín sigue siendo el nombre de su padre, “a mí los más cercanos aún me llaman Martintxo”. El padre, recuerda estos días, es el único de la casa que no ha podido disfrutar de sus éxitos porque murió cuando él era muy joven.
Hay una frase que le escuchó pronunciar infinidad de veces: “¡A ver si se os pega algo de los Gabilondo!”. Y es que Martín Berasategui padre, que era carnicero –“cuando abrieron el Bodegón Alejandro con mi madre y mi tía él se ocupó de la parrilla”–, había aprendido el oficio en casa de los Gabilondo. “El padre, José Ignacio, y la madre, María Luisa Pujol, eran buenísimos carniceros pero sobre todo eran una gente extraordinaria y le enseñaron que debía ser honesto y poner el alma en el oficio que eligiera, fuese cual fuese. Lo mismo que luego mi padre nos inculcaría a nosotros es lo que enseñó a sus propios hijos Iñaki, Ángel, Pedro, Javier, Lourdes, Arantxa, Jesús, Ramón, Luis... Todos ellos son un poco mis hermanos porque recibimos las mismas enseñanzas”.
Para él, dice, la familia y los amigos son lo más importante. Luego vienen la cocina y el deporte. Fue cuando corría, preparándose para un campeonato mientras hacía la mili, cuando por casualidad conoció a Oneko, con quien se casaría. “Yo tenía 18 años y ella 17. Vino con su prima a traerme la ropa de calle que yo había olvidado, porque soy un despiste”. Bromea al contar que Oneko dejó un paquete y se llevó otro más grande, que era él. “Nada de lo que soy y de lo que he conseguido habría llegado sin ella. Tanto a mi mujer como mi hija Ane se lo debo todo: ellas me animan, me templan, me transmadrugaba miten su luz. Son mi otra mitad”.
Ha hablado muchas veces de la fortaleza de Gabriela, su madre y de María, su tía. Hoy quiere contar lo que supuso para la familia que aquella mujer, su tía, que podía haberse quedado en Azpeitia criando a su hija, decidiera trasladarse a Donosti para apoyar a su hermana, que tenía al marido enfermo. Su padre vivió una larga enfermedad que tuvo su origen en un viejo accidente de moto, “pero eso son cosas de las que no me gusta hablar”. Prefiere recordar cómo su familia se hizo más grande y más fuerte cuando su prima se convirtió en su quinta hermana (la segunda llamada Olatz) y cómo la madre, el padre y la tía les inculcaron la cultura del esfuerzo y aquella pasión por el oficio que al padre heredó del carnicero Gabilondo. Confiesa que fue tímido y que lo sigue siendo, aunque no lo parezca. Y que por esa timidez no se atrevió a vestir la chaquetilla blanca de cocinero hasta seis años después de trabajar en las cocinas del Bodegón Alejandro. “Mi madre y mi tía me sentaron en una mesa del Bodegón Alejandro que aún guardo y me dijeron que si quería ser cocinero ya podía empezar a la mañana siguiente y que demostraría que lo era trabajando de verdad, de la mañana hasta la madrugada”. Lo hice, trabajé duro y los fines de semana para escaparme a Francia. Quería aprender. Y sólo allí, donde nadie me conocía, me atrevía a enfundarme la chaquetilla blanca de cocinero. En Donosti tardé seis años en hacerlo, a los 21. Me imponía, me parecía que aún no era el momento, y vestía un pantalón azul, un polo y un mandil blancos”. Se abrochó la chaquetilla cuando fue él quien sentó a su madre y a su tía en aquella misma mesa para decirles que ahora les tocaba descansar y a él tomar el relevo.
Quiere recordar Berasategui la veneración que sentía cuando era un chaval por Hilario Arbelaitz –“Le sigo adorando”– , o la admiración por Pedro Subijana, o Juan Mari Arzak, o Karlos Arguiñano, o Roteta. “Ellos estaban haciendo algo importante. Y yo soy hijo de aquel movimiento de la nueva cocina vasca que ellos impulsaron. Confieso que siempre tuve una obsesión: conseguir que algún día, cuanto antes, aquellos cocineros a los que yo admiraba tanto llegaran a admirarme. Ha sido una lucha interna que he tenido toda la vida”. Por todo ello, explica, cuando la semana pasada le puso la chaqueta blanca con el símbolo de las tres estrellas al cocinero del Lasarte, su discípulo Paolo Casagrande, sintió una profunda emoción. Y cuando sus colegas vascos se alegraban del reconocimiento, también. Cuando le preguntas a su hija, Ane Berasategui, cómo es su padre no lo duda: “Mi padre es auténtico. Tal como se muestra”.
Cree Martín Berasategui que en la cocina a veces se olvida que como en las familias, los desacuerdos son normales. “Quiero decir que eso es normal y que lo importante es que hay más motivos para estar unidos que separados. Y quiero dejar claro que yo quiero a todo el mundo de mi oficio: a quienes ya no están, a los que me precedieron, a los de mi generación y a los jóvenes, que llegan mejor preparados que nunca y con más valentía de la que tuvimos nosotros”. La vida es muy corta y el trabajo de la cocina es muy duro, señala el chef. “Estamos para sumar y no importa que unos piensen blanco y otros negro. En todas las familias hay discrepancias pero el cariño y el respeto está por encima de todas las tonterías”.
Su padre, dice Ane Berasategui, es generoso y el mejor amigo de los amigos. “Conservo los mismos de cuando era niño. Y seguimos encontrándonos en el txoko, que frecuento con ellos o con la familia. “Allí guardo el tambor del oro de San Sebastián de 1995. Es el mejor reconocimiento que atesoro a nivel personal. Un orgullo tremendo”.
José Ramón y Juanito Mendizábal, Joaquín Tellería, Iñaki Laza, Txiruliru, Joaquín González, Julen Idarrieta, Eulogio Génova, Joseva Higos, Alfonso Bernas... con todos ellos se reúnen en el txoko de Zubi Gain. Son sólo algunos de esos amigos con lo que, asegura, les queda mucho camino por recorrer. “Tengo energía para rato”.