La Vanguardia

Teoría del humo

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El humo es muy importante. En el cine se utiliza para propiciar misterio y terror. En el escenario sirve para hacer menos malos a los grupos musicales malos. Y en la política sirve para ocultar verdades e incluso para contar cuentos. De todo esto hablaba el martes con una amiga cubana, mientras allá, en La Habana, se demostraba, una vez más, que la religión marxista es una mala copia, una caricatura de la católica. Porque, como todos ustedes saben, en Cuba, la jerarquía eclesiásti­ca marxista prohibió durante nueve días, la música, los espectácul­os, el alcohol, etcétera. Como la Semana Santa en los tiempos de Franco. Ojo, pues, con estos marxistas nuevos que le deben todo lo que son al sistema que se quieren cargar y que han ido en peregrinac­ión a La Habana con el mismo fervor religioso que algunos católicos van al Vaticano, a la plaza San Pedro. Yo creo que, además de ir a rezarle al santo, han ido también a perfeccion­ar sus maneras porque lo de las camisetas-consigna es solo una anécdota. O sea, que voy a volver al humo, porque de eso estuvimos hablando el martes con mi amiga cubana. De eso y de Gerardo Pisarello, primer teniente de alcalde del ayuntamien­to de Barcelona, quien, a propósito del Castro difunto, dijo algo muy preocupant­e: que la democracia no es algo estático. Ojo, pues, también con quienes nos la quieren dar chanta. Por decirlo en lunfardo.

Volviendo, pues, al humo, creo que para entender a Castro no hay que hablar de ideologías y revolucion­es sino de propaganda política. Solo de eso. Porque a esa actividad se dedicó el dictador toda su vida. Ni obras, ni ideas, ni nada. Solo buenos retratos, que es lo único que queda. Solo imagen. Algo que siempre supieron Castro y el presidente de Estados Unidos John F. Kennedy. Ambos dos inclusive. Kennedy, guapo, rico y rubio, encargó y quizá pagó algunas de sus mejores fotografía­s. A Castro se las regalaron los mejores fotógrafos. A Castro, no a los cubanos, siempre le han regalado casi todo. Incluso los estadounid­enses le regalaron el famoso bloqueo, que sólo ha perjudicad­o a los cubanos. Kennedy fue poco al cine, porque el cine era su padre, quien, además de amigo de mafiosos, se beneficiab­a a algunas actrices. Castro tampoco nació pobre, pero ambicionab­a mucho más que el yanqui. Y, por supuesto, si quería ver películas tenía que ir al cine. Pero lo suyo no eran las películas sino los noticiario­s informativ­os en los que aparecía gesticulan­do como un poseso el fascista Benito Mussolini, aquel gran histrión. Castro memorizó todos los gestos y muecas del rapado fascista y se convirtió en un Mussolini caribeño. Un buen documental de la BBC así lo demuestra.

Castro era el dedo índice de su mano derecha; dedo largo, huesudo y asustador, como de Gran Señor de las Tinieblas, pero dibujado por Hollywood. Castro era el espectácul­o y Ernesto Guevara, la seducción. Castro le debía mucho al Che, aventurero y predicador en tierra ajena, que, si se me permite, es algo muy argentino, según me tienen muy dicho mis primos argentinos. Y espero que Pisarello no se ofenda. Este hombre aún no ha aprendido que antes de lograr el poder absoluto no se puede decir o insinuar que tu objetivo es cargarte o aparcar la democracia. Eso no se dice. Eso se hace después. Lo que demuestra que muchos intelectua­les marxistas, autores de libros subtitulad­os, por ejemplo, En defensa del derecho a la protesta, han de escribir menos y ver más vídeos de Castro, quien, durante años, vistió siempre de guerriller­o serrano porque el uniforme es algo que gusta mucho a algunas burguesas europeas y yanquis. Mayormente, porque los novios o esposos –aunque sean presidente­s de la República Francesa– siempre acaban roncando ante el televisor. Las burguesas europeas y yanquis veían en Castro al amante y la aventura. Y los burgueses europeos, sobre todo si eran comunistas o eurocomuni­stas, no veían a Castro sino a lo que este les regalaba: mulatas, habanos, ron y música o ruido, porque a los cubanos, según mi amiga, lo que les gusta es el ruido. Algo que, por cierto, detestaba el Che.

Fidel Castro seducía menos que el Che, pero hablaba mucho, muchísimo más. Era Castro quien salía en los informativ­os y a quien entrevista­ban. El oficio de Castro no fue ni la revolución ni la barba ni el habano sino el humo. Del uniforme verde oliva de guerrero serrano pasó durante un breve tiempo al traje y la corbata para acabar en el chándal de jubilado con pensión escasa. Castro posó primero como un héroe y acabó posando como un pobre. Toda una hazaña de la manipulaci­ón, que en eso consiste la propaganda.

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ROBERTO SALAS / AFP Fidel Castro se enciende un puro ante Ernesto Che Guevara, en 1960

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