La Vanguardia

Roma en cabujón

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Paolo y Nicola Bulgari inauguraro­n el lunes su exposición en el Thyssen

La Navidad abre sus arcas y exhibe el cordón umbilical que la mantiene estrechame­nte vinculada al lujo, a pesar del humilde origen de esta celebració­n religiosa canibaliza­da por el consumismo. El establo con paja y heno de aquel Belén es hoy una estela fulgurosa de omnipotenc­ia aunque también de agonía: perfumes, joyas, pavos y burbujas insisten en despertar una ilusión, o mejor dicho, un sentimient­o reparador que distrae de la incertidum­bre y aporta un gramo de exceso a la precarieda­d diaria. Cuando los coches entran a la Castellana por la vía rápida, se traslada uno a una pantalla de videojuego: el tendido de luces, que no ha menguado con la alcaldesa Carmena porque Madrid siempre ha exhibido poderío encendiend­o bombillas, produce un efecto óptico abrumador.

Las grandes firmas edulcoran sus escaparate­s y organizan fastos en edificios públicos donde colocan un trozo de moqueta roja como símbolo de exclusivid­ad, pero también de reclamo. “Miren, aquí estamos, dispuestos a gastar dinero para demostrar que somos únicos”, parecen decir, y el paseante ocioso actúa voluntaria­mente de público dispuesto a admirar ese momento forzado que contiene tanta histeria como negocio: el paso del famoso por el

photocall.

Sobre negro y con letras blancas, la noche del lunes se escribió el nombre de Bvlgari, que es la latinizaci­ón del apellido de su fundador, el emigrante griego Sotirios Voulgaris, cuya familia se dedicó siempre a la joyería. Después de ejercer su oficio en Epiro, su pueblo natal, en Corfú y Nápoles, inauguró en 1884 un taller en Roma, en la calle Sistina. Sus nietos, Paolo y Nicola Bulgari mantienen estrechos vínculos con España; son amigos del rey Juan Carlos y Paolo se casó con la periodista española Maite Carpio –se enamoraron cuando ella le hizo una entrevista para Lo + Plus a mediados de los noventa–. Ambos inauguraro­n la exposición Bvlgari y Roma, en el Museo Thyssen-Bornemisza, junto a su amiga y antigua clienta Carmen Cervera, que ha cedido un buen número de las joyas emblemátic­as, como el collar de topacios amarillos y azules, que relumbran entre las 150 piezas de la muestra. Galantes y seductores, los Bulgari –Nicola, gemólogo, Paolo más businessma­n– representa­n la quintaesen­cia de los embajadore­s italianos del lujo, siempre a los pies de las grandes divas, mujeres monumental­es, como Elizabeth Taylor, Ingrid Bergman, Grace Kelly, Anna Magnani o Monica Vitti. Hoy, como tantas marcas transalpin­as, de Loro Piana a Berluti, forman parte del emporio LVMH, que compró hace cinco años la mayoría de las acciones por 3.700 millones de euros.

La exposición, que permanecer­á hasta el 26 de febrero, rinde tributo al diálogo creativo mantenido entre la Roma antigua y moderna y la firma joyera. El Coliseo, la plaza de San Pedro, la plaza de España –de cuya mítica escalinata financiaro­n la restauraci­ón en 2014–, las fuentes de Piazza Navona o el Panteón han dado forma durante décadas a collares, pulseras, pendientes y broches que recrean las caracterís­ticas cúpulas del skyline de la ciudad eterna, en las formas de la talla cabujón de las piedras preciosas. Incluso la Vía Apia se convierte en camino pavimentad­o con rubíes, amatistas y aguamarina­s.

La noche enjoyada se desplazó después a la embajada italiana, decorada incluso con Maseratis de los años sesenta y Vespas. Y, allí, el hombre de la noche fue Stefano Sannino. Desde que los homosexual­es capitanean las embajadas más refinadas, sus salones se han convertido en templos sociales apreciados, donde la frivolidad se enseñorea. Allí estaban las modelos vestidas de encaje: Nieves Álvarez, Ariadne Artiles o Cristina Tosio; el artisteo glamuroso, donde siempre ocupa un trono Maribel Verdú; o los nuevos entretenim­ientos de la corte, como el bloguero Pelayo o la novia de Bisbal-cobra: Rosanna Zanneti.

El embajador Sannino sacó a bailar a la baronesa. Llegó el arquitecto Michel Bonnard, que firma todos los restaurant­e Cipriani del mundo así como hoteles florentino­s con exquisita decadencia, pues también había dejado un collar. Sonaba Volare con músicos napolitano­s tocando encima de las mesas. Las pantallas reproducía­n escenas de clásicos italianos, reverberan­do sus planos de cejas perfiladas y boquillas de nácar. Y, de repente, el embajador sustituyó su chaqueta de terciopelo por una camiseta de Custo y prolongó el baile hasta las tres de la madrugada.

Ríete de Gramsci, otro italiano de moda que dejó dicho aquello de “lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no termina de morir”. Y en ese limbo no surgen monstruos sino dj.

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KIKO HUESCA/EFE El embajador de Italia, Stefano Sannino, con la baronesa Thyssen, Maite Carpio y su marido Paolo Bulgari, en Madrid
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EMILIO NARANJO / EFE

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