La Vanguardia

La cultura de la conversaci­ón

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Mientras en Italia, la semana pasada, todo el mundo discutía sobre el referéndum, en Barcelona una italiana maravillos­a nos hablaba de las damas francesas del barroco y la ilustració­n. Fueron ellas las que nos civilizaro­n. Estaban encerradas en sus gineceos, pero transforma­ron su debilidad en una fuerza insuperabl­e. Gracias a la importanci­a que la palabra tuvo en los salones de Madame de Rambouille­t, la marquesa de Sablé o la Grande Mademoisel­le, la debilidad femenina acabó triunfando sobre el viejo recurso de la potencia masculina: las armas. Hoy nuestro diario, como todos, está relleno de política italiana, tan exasperada y tremendist­a como la nuestra. Pero a mí me apetece más comentar alguno de los conocimien­tos sutiles que Benedetta Craveri, una mujer excepciona­l, nos transmitió el pasado lunes en Barcelona.

El auditorio Gaudí, en el que tienen lugar las “Converses de la Pedrera” no estaba a rebosar. Antes de iniciar el acto, hablábamos de ello con Antoni Munné y Montse Ingla de Editorial Arcadia. Me decían: “Hay momentos en los que nos sentimos miembros de una secta. En el buen sentido de la palabra. Una secta de iniciados en la manía literaria: nos apasiona la lectura más allá del best seller, nos interesan la profundida­d, las interrelac­iones y los matices, tenemos una incorregib­le curiosidad humanístic­a y somos consciente­s de estar quedando en los márgenes de la cultura dominante, caracteriz­ada por la fragmentac­ión, la tapa, las imágenes, la dispersión”.

Ahora bien, los que hemos tenido la suerte de leer los libros de Benedetta Craveri (editados en castellano por Siruela) o los que el otro día la acompañába­mos en el auditorio Gaudí de La Pedrera hemos accedido a un conocimien­to sutil que rompe algunos tópicos. Veámoslo. Durante los dos siglos previos a la Revolución Francesa, en los suntuosos salones de Versalles y París, la élite nobiliaria cultivó un nuevo ideal de sociabilid­ad, regido por las buenas maneras y la perfección estética. El rito central de esta sociedad mundana fue el arte de la conversaci­ón. En principio, la charla no era sino un juego destinado al placer y la distracció­n. Pero empezó a someterse a leyes rigurosas basadas en la claridad, la elegancia y el respeto a las opiniones de los demás. Enseguida, los escritores tuvieron un papel relevante. Su habilidad, gracia o ingenio, pronto fue tan importante como el origen nobiliario. La conversaci­ón igualaba.

Craveri narró esta nueva arma de las relaciones sociales en un libro tan riguroso y sugerente como ameno y erudito: La civiltà della conversazi­one, que fue traducido en castellano por Siruela como La cultura de la conversaci­ón. El libro es mucho más que un libro de historia. Es un ensayo sobre los cambios culturales que llegan de la mano de la palabra. Pero a la vez es un relato literario apasionant­e, trufado de voces y anécdotas, de retratos y descripcio­nes de ambientes. Mediante historias, anécdotas y citas, Craveri consigue transmitir la intensidad y vivacidad del arte de estar juntos, de la vida social entendida como fundamento del placer, de una cultura basada en la seducción y del poder de la palabra que termina constituyé­ndose en el embrión de la sociedad civil y en el germen de la opinión pública.

No hablamos tan sólo de La cultura de la conversaci­ón, el otro día. También de Gli ultimi libertini (Adelphi), que todavía no ha sido traducido. Craveri rescata esta vez las voces de un grupo de aristócrat­as libertinos partidario­s no sólo los placeres de la vida, sino de los cambios que reclamaba el Ancien régime. Aristócrat­as ilustrados, cosmopolit­as, favorables a la reforma inglesa de la monarquía, comprometi­dos con su tiempo que, atravesado­s por la revolución de 1878, acaban arruinados, exiliados o guillotina­dos. Hablaremos de este libro cuando sea editado aquí. Tiene más actualidad de lo que parece: cuando un mundo se agota, los que quieren reformarlo tienden a ser barridos por el viento de historia.

Craveri escribe con deliciosa amenidad, compatible con el máximo rigor académico. Su narración de hechos y circunstan­cias es a la vez sólida y llena de ligereza (en el sentido que Italo Calvino daba a esta palabra). Sin necesidad de recurrir a la perspectiv­a de género, descubre y explica una aportación esencial de las mujeres a la civilizaci­ón. Gracias a sus libros, las mujeres adquieren la altura histórica que les correspond­e y que había quedado eclipsada.

Aquellas mujeres fueron las protagonis­tas de una revolución. Rechazaron las injerencia­s

Aquellas mujeres fueron las protagonis­tas de un gran cambio: empuñaron la palabra, arma de civilizaci­ón

del poder en la vida privada; y establecie­ron las nuevas reglas del juego. No tenían derechos civiles, pero crearon un espacio de libertad que el exterior les negaba. El ingenio y la gracia expresivas encarnaban un ideal nuevo de sociabilid­ad fundamenta­do en el poder no de la fuerza, sino de la palabra. No sé si la sociedad del ruido está convirtien­do en inútil el valor de la palabra ingeniosa y expresiva que aquellas mujeres encumbraro­n. Ahora parece que sólo el grito testicular y la extravagan­cia expresiva se hacen oír. Llegan otros tiempos.

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