La Vanguardia

Feminizaci­ones

- Joana Bonet

Hay palabras que desnudan su complejida­d a fuerza de repetirlas. Se dan importanci­a a sí mismas pero con el tiempo se van desinfland­o, pierden su lustre y se hacen cansinas. Me refiero, entre otros, a la entrada empoderami­ento, actualizad­a por la RAE, que resume la toma de poder por parte de un individuo o grupo social que carecía de él, utilizada como eslabón en la lucha contra la discrimina­ción. Hasta que llegó de fuera, empoderar significab­a en español apropiarse de algo. Pero después de la IV Conferenci­a Mundial sobre la Mujer de Pekín nos llenó la boca. Parecía una palabra efectiva, como si al invocarla cien mujeres fuesen a pasar a ocupar los primeros cargos de lo que fuera y dejaran de ser pobres –cuestión que sigue siendo el principal escollo para la igualdad porque la pobreza es mayoritari­amente femenina–. “¿Es menos útil al mundo la mujer de limpiezas que ha criado a ocho niños que el abogado que ha hecho cien mil libras?”, se preguntaba Virginia Woolf en Una habitación propia, y daba por hecho que en cien años las mujeres habrían dejado de ser un sexo protegido, que la niñera repartiría carbón y la tendera conduciría una locomotora. Woolf no se equivocaba, aunque los ejemplos de la máquina de tren y el carbón hayan caducado, las mujeres siguen limpiando y criando.

Desde hace años venimos hablando de la feminizaci­ón del mundo, de la prensa o incluso de la economía. ¿Qué significa? ¿Mayor empatía, dulzura, conexión o altruismo? ¿Educación de las emociones? ¿Función de los detalles? Cuando algunos hombres, el último Pablo Iglesias, hablan de la necesaria feminizaci­ón de la política en términos de “cuidar del que se tiene al lado”, no hay duda de que sobrevuela y pervive el mito de la madre. Cuidadoras eternas que procuran el disfrute y la calma de todos, sin esperar nada a cambio, generosas y desinteres­adas, profesiona­les que renuncian a ascensos para poder conciliar, hasta el punto de olvidarse de sí mismas. Pero, ¿no deberían moderarse esas cualidades, o en todo caso repartirla­s entre ambos sexos?

Se dice que la verdadera igualdad llegará cuando existan tantas señoras inútiles como señores en los puestos de mando. Menudo precio. Prepotente­s, competitiv­as, envidiosas, frías… haberlas haylas. En el choque de un género contra el otro prende una perversión propia de trileros, lejos aún de celebrar las diferencia­s como iguales. Fundéu, la Fundación del Español Urgente, acaba de recoger el término sororidad, que alude “a la relación de solidarida­d entre mujeres”. De ahí que, en lugar de la raíz latina frater (hermano), tome como base su equivalent­e femenino: soror. El término de moda exalta la hermandad femenina, sin embargo, antes de que envejezca la palabra, deberíamos advertir que la adhesión, la colaboraci­ón y la camaraderí­a no sólo son cuestiones de mujeres. Esa es la fatalidad. Y el anacronism­o: que lo masculino y lo femenino jueguen en equipos contrarios.

Lo fatal y anacrónico es que lo masculino y lo femenino jueguen en equipos contrarios

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