Gestos de cara a la galería
Aveces uno lee frases tan bellas como “la felicidad de aquel gesto era tanta que no pudo seguir soñando”, escrita por Katherine Mansfield en el cuento Fiesta en el jardín, que acaba pensando que los gestos son la mejor medicina contra el malhumor, la indignación o el tedio. Sin embargo, los gestos, como las pastillas, hay que administrarlos con receta, no sea que necesitemos un lavado de estómago por intoxicación. En política, la sobreexposición a tantos gestos por parte de las formaciones emergentes amenaza seriamente la salud democrática. Ayer asistimos a un atracón gestual con ocasión del día de la Constitución. “No hay nada que celebrar”, proclamó el teniente de alcalde de Barcelona, Gerardo Pisarello, “como si la Constitución fuera una enfermedad de transmisión mental”, en palabras de Sergi Pàmies. Un puñado de munícipes catalanes abrieron un rato sus despachos en un ejercicio de desobediencia (y de eficacia) light.
La Constitución está siendo para algunos ciudadanos como el herpes zóster, la llamada culebrilla porque el “no saber popular” decía que si daba la vuelta al cuerpo asfixiaba al paciente. Ni la Carta Magna ni el herpes ahogan a nadie. La Constitución de 1978 es un marco de convivencia, el paspartú de la democracia. Y, además, se puede reformar, así que no hace falta convertirla en una diana de pub. Las constituciones no gobiernan, como el marco de un cuadro no sustituye a la tela, aunque la National Gallery llegara a exponer los marcos del escultor Jacopo Sansovino, que fascinaban a Tiziano.
Las constituciones son como los chicles, que pueden estirarse tanto como den de sí. El artículo 30 establece que el servicio militar es obligatorio y una ley suprimió la mili. E incluso el referéndum catalán cabría en el artículo 92, aunque no sería vinculante. Y claro que se pueden reformar, pero no hace falta maltratarlas con postureos. Los gestos son de cara a la galería, no para la inteligencia.