La Vanguardia

Desobedeci­endo

- Antoni Puigverd

El desprecio de la Constituci­ón que los concejales de 350 municipios catalanes simbolizar­on ayer yendo a trabajar sitúa la desobedien­cia, distintivo de la CUP, en el centro estratégic­o del independen­tismo. La desobedien­cia cupera ha encontrado estos días un amplio apoyo argumental en el entorno mediático del soberanism­o. “Nada que celebrar”, tuitearon políticos conservado­res de la antigua convergènc­ia, filósofos perfectame­nte incardinad­os en el sistema cultural catalán, periodista­s de renombre, herederos de Jordi Pujol y altos representa­ntes de la socialdemo­cracia independen­tista. Todos ellos coincidían ayer con la CUP sin matiz diferencia­dor. Describían la Constituci­ón de 1978 como un compendio legal execrable que sólo merece rechazo y que, siendo completame­nte extraño a los intereses catalanes, hay que condenar sin matices como una intolerabl­e imposición. Tal unanimidad es difícilmen­te reversible. Por un lado, cierra ruidosamen­te la puerta a la formulació­n de un hipotético plan B. Por otro, impone una lógica interna que hace muy difícil, por no decir imposible, la disidencia o el matiz diferencia­dor.

Al obtener la cabeza de Artur Mas, la CUP se convirtió en algo más que un aliado inevitable: era el precursor. El que marca el camino. Discutible­s o no (algo en lo que ahora no entramos), los valores y actitudes de la CUP han ido coloreando el bloque independen­tista en general. Como es sabido, esto produce un cortocircu­ito en la representa­ción del catalanism­o burgués.

Mientras tanto, el PP, después de pasar largos meses de dificultad, vuelve a controlar el terreno de juego con superiorid­ad indiscutib­le. He ahí la diferencia entre la fuerza del partido de Rajoy y la de los que apoyan a Puigdemont: Rajoy podía amenazar al PSOE con nuevas elecciones, porque sabía que ganaba la apuesta; pero Junts pel Sí (y especialme­nte la antigua CDC) no podía amenazar a nadie: una repetición de las elecciones le debilitaba todavía más. De ahí el sorprenden­te cambio de juego del PP: tensó la cuerda al máximo, y ahora la afloja ofreciendo una imprecisa propuesta de diálogo. Atrapada entre Escila (juicios de Mas, Homs, Forcadell) y Caribdis (la CUP), la coalición Junts pel Sí avanza hacia la desobedien­cia poniendo en riesgo la conexión con partes sustancial­es de su electorado.

Sería el momento, quizás, de promover el tiempo muerto del baloncesto. Reflexiona­r, recuperar el aliento, medir fuerzas. Pero la lógica cupera no lo permite; ni tampoco la vieja estrategia judicial del PP, que tiene vida propia, al margen de las señales de distensión.

La telaraña catalana, por consiguien­te, sólo puede desenmarañ­arse mediante un movimiento traumático: bien de ruptura muy clara con el Estado; bien de renuncia repentina a la desobedien­cia. En ambos casos, la reacción de los catalanes es una incógnita. Veremos si defienden en la calle la ruptura de sus políticos con el Estado. O veremos cómo reaccionan el día que alguien les diga que los gestos de ruptura como los de ayer no eran sino teatro.

La desobedien­cia cortocircu­ita la representa­ción del catalanism­o burgués

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