El esquí y otras formas de tortura
¿Por qué hay que inculcar a los niños la afición al esquí, que nunca cogerían por sí mismos de mayores?
La vida me ha tratado bien: mis padres nunca me llevaron a esquiar y una vez adquirido el sentido común ya es muy difícil coger afición a una de las prácticas de mayor riesgo de exclusión social, física e indumentaria.
El esquí debería estar prohibido para las rentas inferiores a 1.000.000 de euros anuales. Los ricos inventaron el esquí para que los pobres se compadeciesen de ellos, pero en cuanto llegan a clase media los pobres van y dedican sus horas libres a una práctica caracterizada por sus inconvenientes y entre cuyas consecuencias habituales figuran las fracturas de tibias y peronés, tobillos y crismas.
Estimado lector: no lleve a sus hijos a esquiar. Si no los lleva a misa con el argumento de que ya decidirán de mayores, ¿por qué tiene que inculcarles de pequeñitos una afición que nunca adquirirían por sí mismos de adultos?
Las montañas siempre están lejos y el hecho de que estén ahí o allá no es motivo para subirse a ellas. ¡También está ahí Cornellà-El Prat!
Aunque sólo he ido libremente dos veces en la vida a estaciones de esquí, admito mi fascinación por los partes meteorológicos, las informaciones viarias, los tipos de nieve y cuantos consejos “útiles” dan los telediarios los viernes invernales.
De entrada, he aprendido que hay que llevar cadenas en el vehículo (y, digo yo, saber poner cadenas a unas ruedas sin movimiento). ¿No suena acaso a vida conyugal?
Después viene la indumentaria. Esquiar exige ropa de camuflaje y es significativo que llamen “descansos” a unas botas sólo porque no aprietan y son al esquiador lo que las pantuflas a las personas humanas. Después hay que renunciar a los principios que guían la elegancia y caer en todo tipo de aberraciones: gorritas de lana, casco protector, gafas aerodinámicas, monos de plástico carísimos, botas que sólo de verlas ya duelen y, por si éramos pocos, barritas para evitar que los labios se corten y ungüentos contra las quemaduras solares.
Si hay suerte, sol y nieve en polvo, el esquiador acaba la jornada con unas grandes marcas en el rostro. Con esto consigue demostrar al mundo que ha esquiado, pero estas marcas ni son estéticas ni tienen la sensualidad ulterior de las marcas del bikini, el tanga o el bañador masculino.
Ascender a lo alto de una montaña en un telesilla para descender sorteando pardillos a los que alguien ha lavado la cabeza para estar allí y volver a empezar tiene que ser maravilloso. Ni a Sísifo se le hubiera ocurrido.
Y, por último, la prueba concluyente, la smoking gun. No hay esquiador que cuando le preguntes dónde está la gracia no diga que lo mejor es cuando se quitan los esquís y celebran el final de la jornada laboral con baños en jacuzzis, charlas frente a la chimenea o una cena normal y copas.
¿Hace faltar terminar molido para disfrutar por igual de estas cosas?