“Me violaron y quemaron mi casa”
Viaje al drama de las centroafricanas atacadas en la guerra
Hasta el 5 de diciembre del 2013 vivía bien, me dedicaba al pequeño comercio, mi marido era agricultor, los niños iban a la escuela... Pero ese día cambió todo. De madrugada empezamos a oír detonaciones. Me levanté, preparé el desayuno y mientras me lavaba vinieron dos hombres armados, dos Séléka. Uno de ellos me violó. Después quemaron la casa”, relata Patricia Kanikon, de 42 años, una más de las víctimas de los diferentes grupos que combaten en República Centroafricana (RCA). El conflicto bélico ha alimentado las agresiones contra mujeres y menores, uno de los métodos más crueles para minar al enemigo. Un grupo de seis organizaciones internacionales alerta que durante el primer semestre de este año un mínimo de 5.627 mujeres y niñas han sufrido violencia de género en Bangui y otras zonas de RCA. De estas, alrededor de 1.100 han sido violadas. Esta cifra es la punta del iceberg pues muy pocas se atreven a denunciarlo por el miedo más que fundado a ser rechazadas por sus familias.
Patricia sabe que contar su violación le puede comportar un segundo calvario: el primero se lo infligió el combatiente y el segundo, la sociedad, sus propios vecinos, parientes, amigos... Por eso ha tardado tres años en verbalizarlo. Ahora se siente aliviada, dice que por fin se ha sacado un peso de encima. “No se puede vivir con esto dentro. Ayer se lo confesé por primera vez a alguien, a Clarisse”, relata cabizbaja dentro de una construcción de lona dividida en once diminutos habitáculos que comparte con diez familias, en el campamento de desplazados de Mukassa, uno de los 24 que funcionan en Bangui. Allí se refugió con sus cuatro hijos después del ataque. De su marido no sabe nada; ese mismo día desapareció.
La confianza que le transmitió Clarisse Kemby-Yangue, promotora de higiene de la oenegé Oxfam, facilitó que por fin se decidiera a expulsar el trauma. Clarisse visita periódicamente los campos de desplazados para hacer un seguimiento de la utilización y mantenimiento de infraestructuras como las letrinas, las zonas reservadas al baño o los puntos de suministro de agua. Tras años de contacto con las comunidades, “las mujeres empiezan a contarnos lo que les ha pasado, han vivido verdaderos dramas”, comenta Clarisse. Conscientes de que un elevado número de agresiones se producen cuando van a buscar agua, Oxfam ejecuta un programa en diferentes enclaves del país para habilitar fuentes, pozos y otros sistemas de suministro lo más cerca posible de las casas. De los 4,8 millones de habitantes de RCA, cerca de 421.000 son desplazados internos y 466.000 se han refugiado en países vecinos.
Patricia se siente cómoda junto a Clarisse, que traduce su testimonio del sango (lengua cooficial) al francés. Fuera de la habitación sus hijos comen sin prisas. “Quiero que los niños vayan a la escuela, pero no tengo medios, no puedo comprar libretas, ni vestidos...” Además la inseguridad limita los desplazamientos. Una mañana camino del colegio, fuera del campamento, varias explosiones cogieron por sorpresa a los dos pequeños, que tuvieron que protegerse dos días en casa de unos desconocidos. Desde entonces no han regresado al colegio, el trayecto es demasiado largo y peligroso. Desgraciadamente las aulas del complejo de barracas de Mukassa siguen destartaladas y cerradas.
Patricia, Nina, Josephine... tie-
nen marcado en sus mentes ese dramático 5 de diciembre. Nina vio morir a su padre y a dos hermanos y fue agredida sexualmente dos veces, la primera en el domicilio familiar y la segunda, meses después, cuando iba a buscar agua. Josephine M’Betté, viuda de 64 años, asistió impotente al pillaje y destrucción de su vivienda y las de sus vecinos; ahora vive con cuatro hijos y siete nietos en el campamento de Mukassa, cerca de Patricia. Las milicias anti-Balaka (anti-machete, en sango), integradas mayoritariamente por cristianos procedentes del sudoeste del país, y los Séléka (coalición creada en el 2012 por grupos armados, principalmente musulmanes, que exigían mejoras en el nordeste de RCA y a los que se sumaron mercenarios chadianos y sudaneses) se enfrentaron ese día en Bangui, quemando casas, violando y matando a más de mil personas. Tres años después, los combates se repiten en otros escenarios: Batangafo, Bria, Bambari...
Patricia afirma con certeza que muchas mujeres han pasado por lo mismo que ella, también en silencio. “Siempre que pienso en ello el corazón me palpita, no como, me siento mal...”, musita sentada en un taburete de su oscura habitación, rodeada de bidones vacíos, ropa infantil, mosquiteras, un colchón y un bolso de ganchillo. Aquí, sin intimidad alguna, con temperaturas que superan de largo los 30 grados, duerme con sus cuatro hijos, de entre cinco y veintidós años.
“Cuando estalló la crisis se disparó la violencia sexual, los combatientes se drogan y para demostrar su poder toman a las mujeres que quieren”, opina Clarisse, que apoya los comités de higiene encaminados a formar a los desplazados para que poco a poco se responsabilicen del mantenimiento de las infraestructuras hidráulicas y de saneamiento. Sophie Mangabingui, también desplazada, es la coordinadora del comité de Mukassa y, como Clarisse, es una de las poquísimas personas a las que las mujeres le revelan confidencias. “Que yo sepa, este año como mínimo han violado a diez mujeres cuando salían a buscar agua fuera del campo pues el pozo de aquí no funcionaba; algunas han tenido que marcharse por la estigmatización. Y en el 2015 una oenegé, IRC, contabilizó 100. Los autores son hombres con la cara tapada y con fusiles. Lo único que puedo hacer es enviarlas al hospital”, explica Sophie precisando que la cifra de mujeres que viven en este campo es de 483 de un total de 1.383 personas.
Inès Belkhodja, responsable del programa para las Víctimas de Violencia Sexual de Médicos sin Fronteras en el hospital general de Bangui, detalla que “de las 50 personas atendidas en este centro en octubre pasado, 49 mujeres y un niño de menos de cinco años, más de la mitad, 30, fueron violadas por grupos armados y el resto, por familiares”.
El drama es que estas acciones quedan impunes y más en zonas donde quienes imponen la ley son las bandas. “No puedo detener a los violadores porque no tengo policía, ni jueces. Si los civiles quieren resolver un asunto sin dilaciones acuden a los ex Séléka o a los antibalaka. A los violadores les cobran una tasa por el delito, es la justicia rápida”, afirma resignado Dewo Bafunga, el subprefecto de Batangafo. Si una mujer tiene la desgracia de que la acusen de brujería, algo que sucede no pocas veces sobre todo entre las de mayor edad, acaba torturada y enterrada viva. Es la aludida “justicia rápida”... Las que logran escapar están condenadas a emprender un peregrinaje, huir de su pueblo, ocultarse en el bosque.
EL TESTIMONIO DE PATRICIA “Vinieron dos hombres armados, uno me violó, y después quemaron la casa”
SOPHIE MANGABINGUI “Han atacado a diez mujeres cuando iban a buscar agua fuera del campo de desplazados”