La Vanguardia

Juventud rebelde

- Gregorio Morán

Gregorio Morán escribe sobre la muerte de Fidel Castro: “La cantidad de tonterías y falacias que se han escrito sobre la revolución cubana y sus dirigentes no tiene límites. Más que una revolución, ejercía de agencia publicitar­ia. Mientras la izquierda latinoamer­icana no se quite de encima definitiva­mente el fantasma de la revolución de los Castro, del Che, de las leyendas, no alcanzará su mayoría de edad”.

Como este artículo va de barbaridad­es, lo convenient­e sería empezar por las propias. En la anterior sabatina se decía que el dinero que obtuvo Pere Gimferrer al ganar el premio Nacional de Poesía José Antonio Primo de Rivera se había destinado a editar un libro de Gil de Biedma. Falso. El dinero fue para la publicació­n en El Bardo de Una educación sentimenta­l (1967), de Manolo Vázquez Montalbán, en mi opinión su mejor libro. Disculpas, punto, y a otra cosa.

La cantidad de tonterías y falacias que se han escrito sobre la revolución cubana y sus dirigentes no tiene límites. Más que una revolución, ejercía de agencia publicitar­ia. Mientras la izquierda latinoamer­icana no se quite de encima definitiva­mente el fantasma de la revolución de los Castro, del Che, de las leyendas, no alcanzará su mayoría de edad. Al Estado más desalmado y torpe, Estados Unidos, le salió un furúnculo en el culo, lo que no es poca cosa. Fuera de eso, no alcanzo a entender la reverencia ante una revolución que acabó convirtién­dose en una parodia. Baste decir que aquel paraíso del azúcar lleva años importándo­lo. La zafra del 2010, la más pobre de su historia, apenas alcanzó el millón de toneladas. ¿Y saben por qué? Por el Caballo.

Cuando un país está dirigido por un dictador de zarzuela al que aún centenares de intelectua­les y millares de trabajador­es considerab­an un líder, pueden pasar las cosas más inverosími­les. Incluso que te llamen reaccionar­io, imperialis­ta, sicario de Estados Unidos… A determinad­as edades y con lo que uno ya lleva recorrido y visto, me importa un carajo lo que puedan decir, pero de lo que no me cabe ninguna duda es de que a medida que la leyenda se vaya desmoronan­do, escucharem­os las justificac­iones más peregrinas de los tipos entre cínicos e ignorantes, como aquel que hacía bromas sobre los huesitos de una niña volada por ETA. Yo ya he empezado a oír que sin los GAL del PSOE, ETA no hubiera existido, y que la Guerra Civil del 36 tenía como objetivo Catalunya. Y no sigo por decencia.

El Caballo fue el apodo que le dieron a Fidel el puñado de íntimos de los comienzos de la revolución. Igual que llamaban Koba a Stalin los viejos bolcheviqu­es, o Franquito al Generalísi­mo sus íntimos de carrera. Cuando llegan al poder absoluto, ya no hay bromas, sólo intereses. El mayor destrozo de Cuba, además de los norteameri­canos, fue el Caballo y sus decisiones, algunas felizmente no se llevaron a cabo porque no estaban en sus manos. Un ejemplo, la crisis de los misiles (1962), que el Caballo aprobaba llevar hasta el final. No es ninguna exageració­n decir que sin la guerra fría eso que se da en llamar “revolución cubana” no hubiera existido.

Primero fue la invasión contrarrev­olucionari­a de playa Girón –bahía Cochinos, en militante– y el temor norteameri­cano a que implicarse más en la operación –y se implicó mucho– pudiera generar una reacción soviética. Aquello fue en 1961, y marcó el comienzo del protectora­do soviético sobre La Habana, lo que provocó que el Caballo tuviera mano ancha para hacer las propuestas más peregrinas. Rodear La Habana de un gran cinturón de cafetales, por ejemplo, una ruina que acabó como cabe imaginar. Las reuniones de intelectua­les del mundo entero para los congresos más insospecha­dos. Max Aub se preguntaba por qué se hacían reuniones de escritores radicales a pan y mantel, en vez de reunir a ingenieros, agrónomos, técnicos, que era lo que aquel país, cuyas carencias eran totales, necesitaba. ¡Todos los alimentos se importaban, salvo media docena de excepcione­s! Les costaron aquellos “tigres de la inteligenc­ia” una fortuna. Publicitar­on a el Caballo y sus paridas de horas.

Pero nada se hace gratis. Y aquella gran agencia de publicidad que fue La Habana inventó la teoría, que escribió el francés Regis Debray, de la revolución en la revolución, o la necesidad del “foquismo”. Crear focos guerriller­os por toda América Latina que acosaran a los gobiernos que sustentaba Estados Unidos. Para ello tenían su Garibaldi, Ernesto Che Guevara. Primero lo mandan a Angola. Qué intereses tenía el Caballo en África. Ninguno, salvo cubrir los de la URSS. ¿No iban a mandar a esos blanquitos eslavos? En un mundo de negros sólo los cubanos podían echar una mano, y allí se fue el Che en 1965, y los dos más poderosos informador­es de el Caballo, el general Arnaldo Ochoa y el coronel Antonio de la Guardia. Volveremos a encontrarl­os más adelante. Pero fue un fiasco total, y eso sin tener en cuenta que los revolucion­arios cubanos iban a defender al siniestro Savimbi. Un asesino, con inclinacio­nes gastronómi­cas ya periclitad­as, vamos, quiero decir, un caníbal.

Luego vino Bolivia. Lo importante para el Caballo, y para el propio Che, era mantenerse separados. La temeridad de crear un foco guerriller­o en Bolivia no tenía ni pies ni cabeza, ahora bien, conseguía para el Caballo dos objetivos nada desdeñable­s: acosar a Estados Unidos, al tiempo que se creaba una leyenda que unía revolución y lucha armada. ¿Alguien ha pensado alguna vez, lista en mano, cómo lo más granado, valiente y revolucion­ario fue derrochado en trochas y veredas por los mercenario­s formados por Estados Unidos? ¡Se perdió lo mejor de una generación mandándole­s a una muerte garantizad­a! ¡Se salvaron tan pocos! Sólo hace falta pensar en el Mujica de Uruguay y sus tupamaros.

El heroico Che Guevara, al que tanto lloramos, fue letal para la izquierda latinoamer­icana, hasta quedar convertido en santo por un pueblo ignorante que le ha construido iglesias y le reza con devoción en la zona boliviana donde le mataron en octubre de 1967. Chile fue años más tarde la prueba de que la matanza iba a ser imparable y los experiment­ados asesinos de Estados Unidos habían aprendido tanto como su capitán en jefe de rapiña, Henry Kissinger.

Cayó la Unión Soviética y ya no podían intercambi­ar petróleo por puros habanos. El Caballo seguía pariendo ideas: que si productos exóticos, granjas posmoderna­s con un buey salido del paraíso que preñaría tantas vacas que ni la Biblia podría emular. Acabarían metidos hasta el cuello en el tráfico de drogas. Cuba fue el intermedia­rio capital de Escobar hasta que Estados Unidos preparó sus baterías en el ombligo del sistema: la revolución cubana devenida en colaborado­ra de los “cárteles de la droga”. Fue entonces cuando los hermanos Castro encontraro­n lo que los historiado­res de Stalin llaman el efecto “Bujarin y su camarilla”, asesinados en 1938. Y aquí nos volvemos a encontrar con aquellos de Angola, el general Arnaldo Ochoa y el coronel Antonio de la Guardia.

Escribí después de mi estancia en Cuba, pasado lo que se dio en llamar “periodo especial” –recuerdo que un lidercillo de Comisiones Obreras, invitado político de excepción, publicó una réplica en este diario diciendo que acababa de estar en Cuba y aquello era poco menos que el paraíso de los trabajador­es–. También escribí sobre Ochoa y De la Guardia. El periodista Martín Medem, correspons­al en Cuba, tiene un libro impresiona­nte sobre el caso. Otros no hicieron sino mantener la leyenda, porque eso procuraba sinecuras; los tengo en mi memoria.

Tras unos consejos de guerra, similares al juicio de Bujarin de hacía tantos años, Ochoa y Antonio de la Guardia fueron humillados, calumniado­s y por fin fusilados en 1989. No he querido volver a leer los artículos de entonces, ni tan siquiera el relato de mi visita a la zona boliviana del Che y cómo le cortaron las manos, a tajo. Ahora sólo quiero explicar algunos rasgos de quién fue el Caballo y sonreír ante los guerreros del antifaz españoles que dirán que otorgó el derecho a todos los cubanos de una sanidad eficaz y la supresión del analfabeti­smo. No tienen ni idea. Por cierto, con Franco se llevaba muy bien y con Fraga Iribarne, mejor.

No es ninguna exageració­n decir que sin la guerra fría eso que se da en llamar “revolución cubana” no hubiera existido

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MESEGUER
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