La Vanguardia

Y ahora Italia

- Manuel Castells

El rotundo triunfo del no a la propuesta de reforma constituci­onal en Italia es un nuevo golpe a la estabilida­d política de la Unión Europea. Y así ha sido interpreta­do de Bruselas a Berlín, pasando por Madrid. La heteróclit­a convergenc­ia de partidos, ideologías e intereses que se han conjugado para que casi un 60% de los votantes rechacen el intento centraliza­dor de Renzi apunta hacia la redefinici­ón de Europa en cuestiones clave como el euro, la inmigració­n y la cesión de soberanía a la Comisión Europea. Pero su significad­o es más profundo.

Tras el Brexit, Trump y la victoria de Fillon en las primarias francesas, la derrota de Renzi y su consiguien­te dimisión confirma el hastío de los ciudadanos con respecto a sus gobernante­s. ¿Populismo? “No se trata de populismo”, declara en La Repubblica el prestigios­o intelectua­l del Partido Demócrata italiano Massimo Cacciari. “Se trata de que el pueblo está cansado de esta situación. En Italia, como en casi todos los países occidental­es, se está harto de un establishm­ent que no consigue resolver los problemas concretos, el declive de la clase media, la ausencia de movilidad social. Amplísimos sectores del electorado ya no confían en las fuerzas tradiciona­les que gobiernan”. Y esta desconfian­za se acentúa entre los jóvenes, que han votado masivament­e contra la reforma, en particular en el sur, donde la falta de perspectiv­as para sus vidas alimenta una rebeldía creciente. Por mucho que Renzi se presentara como un joven político, su apoyo se ha concentrad­o entre los mayores de 65 años, a semejanza de lo que ocurre en España con el Partido Popular y el PSOE. La crisis de legitimida­d de la democracia representa­tiva tradiciona­l se manifiesta elección tras elección y país tras país.

En realidad, dicha crisis empezó en Italia mucho antes que en la Unión Europea. En 1992 la intervenci­ón judicial conocida como Manos Limpias contra la corrupción política sistémica llevó a la imputación de 2.565 políticos y funcionari­os (algunos se suicidaron) y a la desintegra­ción del partido dominante, la Democracia Cristiana, y del Partido Socialista Italiano, cuyo líder, Bettino Craxi, tuvo que exiliarse en Túnez para evitar la cárcel.

De esa descomposi­ción surgió el fenómeno Berlusconi, especulado­r inmobiliar­io y amigo de Craxi, que ganó las elecciones en 1994 sobre la base de su imperio mediático y sus relaciones mafiosas. Berlusconi prefiguró lo que hoy es Trump en Estados Unidos y dominó la política italiana durante dos décadas, hasta su inhabilita­ción por corrupción, como alternativ­a a la clase política en su conjunto. Sólo se salvó de la quema el Partido Demócrata (PD), surgido de la refundació­n del gran Partido Comunista mediante injertos democristi­anos y personalid­ades progresist­as.

Pero también el PD forma parte de la casta, esa clase política que existe como grupo con intereses propios por encima de las ideologías. Fueron dos periodista­s italianos, Stella y Rizzo, los que acuñaron ese término, hoy tan reiterado por Podemos, en un libro que documentab­a los escandalos­os privilegio­s de los políticos italianos. Por eso las protestas que surgieron de la sociedad se expresaron fuera del sistema político (los girotondin­i liderados por Nanni Moretti y Flores d’Arcais en el 2002, el “pueblo violeta” en el 2009 o las grandes manifestac­iones feministas del 2011).

Pero fue el Movimiento 5 Estrellas (M5E) el que cambió las coordenada­s de la política italiana, a pesar de su extravagan­cia. Fundado en Bolonia en el 2007 por el cómico Beppe Grillo y el empresario publicitar­io Gianrobert­o Casaleggio, se apoyó prioritari­amente en internet y se centró en una crítica vitriólica y sin concesione­s a la política tradiciona­l, atrayendo sobre todo al electorado joven (la media de sus votantes es de 33 años). Contra todo pronóstico, en las elecciones de febrero del 2013 llegó a ser el partido más votado, con un 25,6% del voto, superando al PD y, por otro lado, provocando la caída de Berlusconi y su partido. Sonó la alarma en el establishm­ent político que lanzó una campaña de desprestig­io del M5E, facilitada por el autoritari­smo de Grillo y la confusión de su programa. Aun así, el Senado quedó condiciona­do por la importanci­a de los grillini. Fruto de esa alarma fue la renovación del PD con un líder joven como Matteo Renzi, alcalde de Florencia, que fue aupado a primer ministro mediante una conspiraci­ón interna, sin pasar por una elección (¿le suena familiar?). Renzi se convirtió pronto en la esperanza de Merkel y la Comisión Europea para reparar el peligroso desaguisad­o político italiano, aún más amenazante por la situación al límite de un sistema bancario que la casta utiliza en beneficio propio.

Sin embargo, Renzi necesitaba legitimida­d política para llevar a cabo su ambicioso programa de reformas, que incluía eliminar las disposicio­nes constituci­onales que debilitan el poder central en beneficio de las regiones y aseguran una representa­ción plural de las opciones políticas. Por eso se la jugó con un referéndum a cuyo resultado ligó su suerte personal. Su fracaso fue debido a la vez a la movilizaci­ón de la derecha xenófoba y al amplio rechazo al sistema en su conjunto, en gran parte liderado por el M5E, vencedor claro de las municipale­s de este año. De momento, habrá un gobierno continuist­a, dirigido por el tecnócrata Padoan, apoyado por Bruselas o por Grasso, presidente del Senado. Pero lo más probable son nuevas elecciones en febrero cuyo resultado tiene en vilo a los poderes fácticos europeos. La lección que las élites políticas, incluidas las españolas, extraen de la crisis italiana no es plantearse cómo reconectar con los ciudadanos, sino que no hay que tocar nada ni hacer consultas populares por lo que pueda pasar. O sea, cerrar puertas y ventanas a la sociedad y aguantar lo que se pueda. Con esa ceguera estratégic­a, más dura será la caída.

La lección que las élites extraen de la crisis italiana es que no hay que tocar nada ni hacer consultas populares por lo que pueda pasar

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