La Vanguardia

Castro y su circunstan­cia

- Juan-José López Burniol

Pablo de Azcárate lo dejó claro al referirse “al extremo al que llegaba la opresión, la arbitrarie­dad, la injusticia sistemátic­a, el abandono y la explotació­n descarada que caracteriz­aba al régimen que España mantuvo en vigor en las Antillas españolas durante el siglo XIX”. Lo que, por otra parte, no era tan distinto a otras situacione­s coloniales de la época. Ahora bien, llegado el momento de la verdad, es decir, la segunda guerra de independen­cia cubana y la interesada injerencia norteameri­cana, lo cierto es que Estados Unidos quiso comprar Cuba y España no quiso venderla. Por esta razón Cuba fue independie­nte. Jesús Pabón lo explica bien en su trabajo El 98, acontecimi­ento internacio­nal: El representa­nte norteameri­cano en Madrid –Mr. Woodford– le dijo al ministro de Ultramar –Sr. Moret– que “Estados Unidos pagaría la suma que se fije por la compra de Cuba”, a lo que respondió Moret preguntand­o si “la opinión norteameri­cana estaría conforme con la compra de Cuba, esto es, con la anexión”, a lo que el diplomátic­o respondió que sí. Pero el gobierno español consideró que Cuba no estaba en venta y no vendió, pese a saber lo que sucedería y efectivame­nte pasó: que Estados Unidos iría a la guerra. Pero pese al desastroso resultado de esta para España, en ella se halla la razón profunda de la independen­cia cubana. Estados Unidos no tuvo entonces pretexto para hacerse con el dominio directo de la isla, desconocie­ndo el movimiento independen­tista cubano puesto en marcha por José Martí, en 1895, con el “grito de Baire”.

Ahora bien, la independen­cia de Cuba, en 1898, dio de sí lo que podía dar de sí estando Cuba, como toda Centroamér­ica –al decir de Porfirio Díaz–, “tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”. La intervenci­ón de Estados Unidos provocó la sustitució­n del régimen colonial español por un soterrado dominio americano que, bajo una apariencia de progreso, convirtió a Cuba en un peón de la estructura económica de Estados Unidos, con el fin de garantizar su explotació­n y convertir su independen­cia en un espejismo. Los campesinos siguieron inmersos en una miseria absoluta; y se concentró en La Habana un corrupto núcleo de poder vicario. Con la dictadura del antiguo sargento Fulgencio Batista, la prostituci­ón y el juego llegaron al paroxismo. De hecho, durante los años cuarenta y cincuenta, Cuba se convirtió en una sociedad de pistoleros.

Fidel Castro fue uno de estos pistoleros en sus tiempos de estudiante. Según Hobsbawm, Fidel era “un joven vigoroso y carismátic­o de una rica familia terratenie­nte, con ideas políticas confusas pero decidido a demostrar su bravura personal y a convertirs­e en el héroe de cualquier causa de la libertad contra la tiranía”. Ni Castro ni sus compañeros eran comunistas ni simpatizab­an con el marxismo. Pero todo impulsaba al movimiento castrista hacia el comunismo: su propia ideología revolucion­aria, el anticomuni­smo visceral del imperialis­mo estadounid­ense y la guerra fría. Además, lo cierto es que Estados Unidos trató a Castro como si fuese comunista, cuando este aún no había decidido lo que era ni si Cuba tenía que ser o no socialista. El bloqueo económico y la invasión de bahía Cochinos precipitar­on los acontecimi­entos. A partir de ahí y a imagen de Cuba, en toda América Latina grupos de jóvenes iniciaron unas luchas de guerrilla sin ningún horizonte, bajo la bandera de Fidel o de Mao. Pero –como destaca la Historia Oxford del siglo XX–, cuando llegó el tiempo del neoliberal­ismo, “la existencia de una esclerótic­a Cuba socialista, desangrada por el bloqueo norteameri­cano y privada de su promotor soviético, resultaba ahora más providenci­al que amenazador­a” para unas élites latinoamer­icanas que se expresaban con “una retórica compuesta de primermund­ismo, teoría modernizad­ora y anticomuni­smo recalentad­o”. Con arreglo a este pensamient­o, los estados latinoamer­icanos redujeron sus actividade­s económicas y vendieron al sector privado las empresas nacionaliz­adas. Así lo hicieron, desde Pinochet y sus Chicago boys hasta los peronistas de Menem, pasando por el PRI mexicano de Salinas de Gortari. Después, la tradición de una revolución social al modo de la rusa de octubre de 1917 se desvaneció. Hoy, el descontent­o social y político se encarna de otras formas, más o menos conectadas con el populismo.

Hace unos días, en el programa informativ­o pilotado por Josep Cuní, se preguntó a los telespecta­dores si la imagen de Castro que prevalecía para ellos era la de revolucion­ario o la de dictador. El resultado fue que el 73% lo veía como un revolucion­ario y sólo el 27% como un dictador. Fue, en efecto, un revolucion­ario, que encarnó en su momento una ilusión de cambio universal. Fue también un dictador con una trayectori­a terrible de violación de los derechos humanos. Pero, al decir tal, se olvida otro dato esencial: que las circunstan­cias –la historia– de su país hicieron de Castro un nacionalis­ta cubano forjado en el sentimient­o antiyanqui. Por eso, el primer grito que condensó su mensaje fue “Patria o muerte”.

Las circunstan­cias –la historia– de su país hicieron de Castro un nacionalis­ta cubano forjado en el sentimient­o antiyanqui

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