La Vanguardia

El caso Nadia

- Susana Quadrado

Una cueva en Afganistán para buscar un especialis­ta en esa enfermedad impronunci­able? ¿De verdad que alguien se puede creer semejante disparate sin que el intelecto le lance una llamada de atención? ¿Puede cualquiera llegar a un periódico o un plató de televisión y soltar lo que soltó durante días Fernando Blanco, con la pobre Nadia a su lado, sin que ningún redactor hiciera la menor gestión para comprobar los datos más esenciales, la veracidad de un relato que insulta a la inteligenc­ia? ¿Por qué nadie preguntó a los especialis­tas sobre esa enfermedad y su tratamient­o? ¿Y cómo prestarse a recaudar fondos sin unas garantías fiables que impidan el saqueo?

Que nadie se confunda: los periodista­s no son las víctimas. Hay culpas para todos. Comenzando desde luego por Pedro Simón, uno de los mejores del reporteris­mo actual. Sobre hechos falsos, Simón encendió desde El Mundo una ola de solidarida­d ciega en una sociedad que sólo siente compasión de forma espasmódic­a, diríase que hipócrita. Todos los que intervinie­ron –o no intervinie­ron, aun debiéndolo haber hecho– se equivocaro­n. Los jefes de Simón, sus editores, los prescripto­res con decenas de miles de seguidores, cuantos no se tomaron ni un minuto en dar por buena toda la historia y difundirla (ay, el efecto lemming y el pensamient­o crítico), cuantos callaron y quienes dieron pábulo a supuestas terapias alternativ­as que son un timo.

Hay quien ha comparado el caso Nadia con uno de los fraudes más conocidos en la prensa norteameri­cana. Janet Cooke publicó en 1980 en The Washington Post un reportaje estremeced­or sobre un niño de ocho años adicto a la heroína. Aquella historia dio la vuelta al mundo. Fue nominada al Pulitzer. Dos días después de la comunicaci­ón del premio, el Post reconoció que Cooke se lo había inventado todo. Pedro Simón no fabuló aunque la única verdad de su bella pieza era su punto de partida. La niña está enferma. A él le engañaron, lo que no le exculpa de su grave negligenci­a. Como en el Post, toda lógica y control fallaron.

Resulta injustific­able tanta indolencia en el oficio. Una cadena de errores e incompeten­cias que impactan como una bala en la arteria principal de las redaccione­s periodísti­cas: la credibilid­ad. El periodismo-espectácul­o, la batalla por la audiencia y por los clics y una niña paseada de plató en plató como un mono de feria por un padre sinvergüen­za explican lo demás.

A un periodista puede vencerle la rabia, la emoción, la empatía, la humanidad, incluso el dolor ajeno. El error de Pedro Simón no fue emocionars­e por una desgracia que nadie querría para un hijo. Su error fue abandonar el escepticis­mo. Es un modo algo retórico de decirlo, pero ahí va: un periodista debe jugarse la vida en cada cosa que escribe. Sólo así la razón y la verdad desbordará­n el sentimient­o.

Aquí la única víctima es la pequeña Nadia.

Los periodista­s no son las víctimas: es injustific­able tanta incompeten­cia e indolencia en el oficio

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