Un jesuita austero
PETER HANS KOLVENBACH (1928-2016) Ex prepósito general de la Compañía de Jesús
El 13 de septiembre de 1983, la Congregación General 33, elegía al padre Peter Hans Kolvenbach como prepósito general de la Compañía de Jesús. Sucedía en una situación excepcional a un hombre excepcional, el P. Arrupe. Se le encomendaba una labor delicada: guiar a la Compañía en uno de los momentos más difíciles de su reciente historia, la travesía hacia la normalidad constitucional. Durante dos años la Compañía había sido gobernada por el P. Dezza como delegado pontificio.
Pertenecía a la provincia de Oriente Próximo desde 1958, en que se ofreció y fue destinado a Líbano. Nació en Druten, en aquella parte de Holanda fronteriza en que se habla alemán; su padre era alemán y su madre, italiana.
Aprendió árabe en contacto directo con la gente; se especializó en lengua y literatura armenias; estudió Filosofía y Teología en Beirut, y Lingüística en París, donde se doctoró. Terminó su formación en Cleveland (Estados Unidos). Fue profesor de Lingüística general y Lengua y literatura armenias en la Universidad de San José en Beirut, entre 1968 y 1974, en que fue nombrado provincial.
Su gobierno tiene una impronta muy personal y se le ve poco atento a su imagen externa, a la proyección mediática. Está ocupado por llevar a la Compañía a discernir su misión en el mundo moderno: “¿Cómo quiere servirse el Señor hoy de esta su ‘mínima’ Compañía?”, solía decir, y restablecer la confianza de la Santa Sede.
Su gobierno integró con acierto magisterio y liderazgo. Nos ha dejado un arsenal de cartas, instrucciones, discursos, que constituyen una fuente de inspiración apostólica, religiosa y espiritual, de largo alcance.
Era un intelectual, y recogió la intuición de los primeros jesuitas, todos maestros por la Universidad de París, de que las universidades y colegios constituían un instrumento de excepcional importancia cultural, social y apostólica. Pero fue más que un intelectual, fue un sabio, un sabio …ignaciano, saboreaba lo ignaciano, su espiritualidad, sus palabras y expresiones … y hacía sentir y gustar a los demás esta sabiduría; una sabiduría que se expresaba en su saber estar, actuar, hablar, que le granjeó la estima de los superiores generales y en los diversos ambientes de la curia vaticana, nunca para su propia vanagloria, tan ajena a su personalidad, ni como estrategia, sino por el convencimiento de que sin la confianza de la Iglesia en la Compañía, ésta no podía realizar su misión en el mundo, su razón de existir. Era un auténtico exégeta de los textos fundacionales de la Compañía y de modo particular de los ejercicios; su maestría de lingüista desvela la riqueza escondida en los textos ignacianos.
Tuvo una personalidad rica y compleja. Su espiritualidad se intuía muy profunda. Austero casi hasta el extremo, no tenía nada en el despacho, ni siquiera un cuadro de san Ignacio. Todo lo que le regalaban duraba pocos minutos en su poder. Un modo de vivir más de anacoreta que comunitario, más árabe que europeo.
Tímido, con una mirada pícara, con una conversación viva, rápida, llena de anécdotas… Gozó de una inteligencia y una memoria extraordinarias. Recordaba nombres, anécdotas, caras, situaciones particulares, lo que le ayudaba para el gobierno y las relaciones personales. El día anterior a concluir la congregación en la que presentó su renuncia desapareció y desde entonces permaneció en un humilde anonimato en Beirut, en el Líbano que tanto amaba, entregado al estudio de los escritos arabocristianos y al cultivo de la espiritualidad y la cultura armenias. Le recordaremos como un jesuita que no tuvo otra distracción ni otro descanso que el trabajo y la oración.
Sustituyó al padre Arrupe y tuvo como delicada misión restablecer la confianza con la Santa Sede