GUERRAS DE ORIENTE Y OCCIDENTE
En aquellos veranos de adolescencia en Gandesa sin darme cuenta empecé a descubrir vestigios de la guerra. La destrucción del pueblo de Corbera, con el campanario desmochado de la iglesia, se veía desde la carretera. Pasó largo tiempo hasta que un día me atreví a subir hasta las ruinas con mi bicicleta. Me sentía tan turbado que me era difícil pensar en lo que había sido aquel campo de batalla, de la batalla del Ebro. Recordaba peripecias relacionadas con mi familia, de la casona cerca de la iglesia parroquial. En la gran sala con los dos balcones a la calle estaban los retratos de mis primos Tomás y Rafael, que nunca conocí, muertos durante la guerra. En el desván, en sus desvencijados armarios, encontré colecciones de revistas bélicas alemanas de la Segunda Guerra Mundial.
Ahora en Siria, en la martirizada Alepo es imposible describir sus conflictos armados sin percatarse de la influencia de las injerencias extranjeras. Uno de mis recuerdos más vivos era el de los metralleros, hombres y mujeres que, al alba, con caballos y mulas, emprendían camino a las sierras de Pàndols y de Cavalls, en busca de metralla para vender, entre aquellas toneladas de bombas y proyectiles volcados sobre el abrupto paisaje, tantos años después de la Guerra Civil. Entonces nunca hubiese podido imaginar que resistiría tantos lustros de guerras en Oriente Medio, desde Beirut a Bagdad…
En el campamento de las milicias universitarias de Castillejos, cerca de Reus, hace tiempo desmantelado, me suspendieron por falta de espíritu militar.