La Vanguardia

PUENTE AÉREO

- TERESA AMIGUET

Hoy tomar el puente aéreo es cosa de ejecutivos. En 1948 era cuestión de vida o muerte. La primera gran autopista aérea burló el bloqueo impuesto por los soviéticos sobre Berlín, un auténtico asedio medieval en el siglo XX, que hizo planear el fantasma del hambre sobre la capital germana. Más de 300 aviones podían aterrizar en un día en la zona occidental rodeada, un fenomenal ejemplo de superación de la adversidad, necesario ante un conflicto que no tenía su raíz en disensione­s bélicas sino económicas: la URSS había cogido un monumental enfado ante la decisión de americanos, ingleses y franceses de crear una nueva moneda en Alemania sin su aprobación, el Deutsche Mark. El suceso modificarí­a el futuro inmediato del país, y lo precipitar­ía hacia su división en dos, esquizofré­nico destino que le acompañarí­a durante cuatro décadas.

Naciones que se partían y otras que se levantaban de la nada. Como Israel, proclamada por los judíos el 14 de mayo de 1948, coincidien­do con el fin del mandato colonial británico sobre Palestina. “Hemos estado esperando durante dos mil años y en media hora hemos terminado”, dijo David BenGurion, su primer presidente. No cabía entretener­se más, pues los países árabes tampoco se lo habían pensado mucho para entrar en lucha por el territorio palestino, creando una división que aún perdura. Más al este, la India había vivido también un movimiento de liberación colonial culminado un año antes gracias a la revolución pacifista de Gandhi. El sinsentido fue que a principios de 1948 el apóstol de la no violencia falleciese después de que un extremista vestido con uniforme militar le descerraja­se cuatro tiros. Gandhi lo hubiese perdonado.

Morir violentame­nte había sido la norma durante toda aquella década de guerras. Pero también se salvaron muchas vidas gracias a un descubrimi­ento que empezaba a extenderse, la penicilina, casual hallazgo de Alexander Fleming a la vuelta de unas vacaciones al descubrir un cultivo en el que inesperada­mente habían crecido unos hongos. Más o menos como cuando nos dejamos algo en la nevera durante un viaje, sólo que el biólogo escocés supo interpreta­rlo en lugar de tirarlo a la basura. Fleming visitó Barcelona y la ciudad se echó a la calle para homenajear­lo, floristas le regalaron ramos en la Rambla, un trato que no suele prodigarse ya a los científico­s aunque lo merezcan más que otros.

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Los aliados abastecier­on a Berlín vía aérea
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Fleming descubrió en Barcelona a las floristas
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